miércoles, 27 de junio de 2012

EL DESARROLLO DE LA ASAMBLEA DE PAMPLONA E INTENTOS POSTERIORES.



Finalmente, en la asamblea de Pamplona del 19 de junio de 1932 se reunieron representantes de 506 de los 549 ayuntamientos vasconavarros. En ella, Emilio Azarola, alcalde de Santesteban y líder de los radicales-socialistas, Azarola recordó la claúsula aprobada, a propuesta suya, en la asamblea de enero relativa a la contabilización separada de los votos de Navarra. Tras su asunción por parte de los asambleístas, los representantes navarros se reunieron separadamente. Finalmente, la votación de los delegados navarros arrojó el resultado siguiente: sólo 109 (que representaban 135.585 habitantes) de los 267 municipios votaron a favor del Estatuto común; 123 (con 186.666), votaron en contra; y 35 (con 28.859) se abstuvieron. De este modo, mientras las otras tres provincias aprobaban mayoritariamente el Estatuto, y a pesar de que los datos conjuntos, de los que hablaba el artículo 12 de la Constitución, suponían un apoyo del 65 por ciento de los ayuntamientos con el 78 por ciento de la población, Navarra quedó desenganchada del proyecto. El resultado impidió la celebración del reférendum, previsto para el día 3 de julio.

De cualquier forma, la decisión de la Asamblea había sido anticipada por el voto contrario del Ayuntamiento de Pamplona del día 17. Esa decisión había sido posibilitada por la ausencia de cinco concejales republicanos y socialistas que había dado la mayoría a la derecha. Ocho concejales de la conjunción votaron a favor de un Estatuto Vasconavarro que integrase sus enmiendas, mientras que otro apoyaba el texto tal y como estaba redactado. Por su parte, el voto contrario de los trece concejales de la derecha se fundamentaba en argumentos como el de que el constitucionalismo, base última del proyecto estatutario, siempre había conculcado las libertades forales, además de fijarse en aspectos como los costes económicas de la autonomía conjunta y el “marcado sabor separatista” de algunas denominaciones de la nueva realidad institucional.

A pesar de que se ha documentado algunos casos de falseamiento de votos en los que los apoderados de algunos ayuntamientos se inclinaron por opciones diferentes de las que les habían ordenado, así como de otras irregularidades que desvirtuaron los datos finales, el resultado no habría variado en virtud de la claúsula introducida en la asamblea de enero.

En relación con la actitud de la derecha y de la izquierda en esa votación, “de los 196 ayuntamientos navarros de significación derechista expresa (88) o tácita (108) -independientes, indeterminados, heterogéneos y <<republicanos de derecha>>, mayoritariamente ubicados en la órbita política derechista- , 85 votaron a favor, 85 en contra y 26 se abstuvieron. Por el contrario, de 70 ayuntamientos navarros de mayoría izquierdista, 23 votaron a favor, 38 en contra y 9 se abstuvieron”. La zona más contraria al Estatuto fue la meridional, por la actitud en ella de los mayoritarios ayuntamientos de izquierda. Fuera de la Ribera, la oposición al Estatuto común fue muy dispersa en las restantes zonas, siendo difícil establecer una relación mecánica entre el factor geográfico y el sentido del voto.

Por lo tanto, el fracaso del proyecto autonómico común con Vascongadas fue ocasionado primordialmente por el rechazo o la abstención de 111 de los 196 ayuntamientos controlados por la derecha, que suponían el 56,5 por ciento de ellos y el 70,2 por ciento del total de los ayuntamientos que no dieron su apoyo a aquél. Al fracaso también coadyuvó el voto contrario de los representantes municipales de los ayuntamientos gobernados por la izquierda, posicionamiento que sumaba 3 de cada 10 votos en contra de la propuesta de unión vasconavarra.

Después del fracaso del proyecto estatutario, los republicanos proestatutistas que estaban en la Comisión Gestora de la Diputación no se dieron por vencidos, sino que, persuadidos de que el intento de republicanización de Navarra pasaba por la conformación de un marco político-institucional conjunto con las otras tres provincias, plantearon nuevas iniciativas dirigidas a retomar la cuestión. De esta forma, Rufino García Larrache propuso en diciembre de 1932 a la Diputación navarra que realizara una campaña institucional por los pueblos a favor del estatuto común. Asimismo, los socialistas navarros partidarios del Estatuto común como Constantino Salinas y Salvador Goñi intervendrán en los intentos de incorporación de Navarra al Estatuto Vasco que tuvieron lugar en los primeros meses de 1933.

Por último, dirigentes del PSOE navarro firmaron la petición realizada al presidente del Congreso de los Diputados por el comité del Frente Popular navarro del 15 de junio de 1936 en relación con la incorporación de Navarra al Estatuto Vasco. En el texto se apuntaba que la estrategia de las derechas navarras en relación con la cuestión estatutaria había partido del “odio a la República y a la Constitución” y que el apoyo que en mayo-junio de 1936 expresaban algunos sectores de las mismas al Estatuto Navarro, si bien de poca rotundidad como probaría el escaso apoyo que obtuvo en la prensa y en otras instancias, tenía como finalidad afianzar su dominio en Navarra. Asimismo, esgrimían que el intento de las derechas de suprimir del Estatuto Vasco, que estaba discutiéndose en comisión en las mismas Cortes, el artículo adicional que posibilitaba la incorporación de Navarra, perseguía “impedir que el contacto y trabazón con la democracia vasca diera a las izquierdas de Navarra mayor representación y fuerza que mermase su poderío y sus privilegios”. Vemos en ese argumentario rastros evidentes de la praxis política desarrollada por los miembros proestatutistas de la Gestora Republicana de la Diputación en unión de algunos otros miembros de la Conjunción en 1932. A la vez, nos reafirman en nuestra tesis, de que considerando la debilidad del nacionalismo en Navarra, las posturas a favor de una autonomía conjunta con las Vascongadas en territorio navarro, tanto en 1932 como en 1936, respondían a un enfoque estratégico de algunas personalidades de la izquierda que perseguía el crecimiento de la influencia de las formaciones de ese espectro.

La racionalidad de fondo de la apuesta proestatutista de algunos sectores del republicanismo de izquierdas y del PSOE para afianzar la República y las propias posiciones políticas de sus partidos en Navarra, vistos los buenos resultados electorales de la conjunción republicano-socialista en 1931, las tensiones en el bloque católico-fuerista y la ruptura final de éste en el verano de 1932, choca con los nulos avances de la izquierda en Navarra tras el primer bienio. No obstante, ello no significa que afirmemos que ello fuera debido al fracaso del Estatuto Común ni tampoco debe entenderse que afirmemos que el marco estatutario vasconavarro garantizaba con plenitud un mejor escenario para la izquierda Navarra, puesto que muchos otros factores también jugaban su papel.

Las elecciones generales de 1933 supusieron el cambio de escenario provincial con el fuerte crecimiento de la derecha, que consiguió el 71 por ciento de los votos, a costa de republicanos y socialistas. Posteriormente, la derecha se haría con los principales bastiones de la izquierda. En septiembre de 1934 ganó el ayuntamiento de Pamplona gracias al apoyo de los republicanos radicales. Asimismo, el apoyo de los radicales a la tramitación de la proposición de ley para la renovación de la Gestora Provincial presentada por Aizpún, diputado cedista por Navarra, posibilitaría en enero de 1935 el control de la misma a la derecha.

La actividad de esta Gestora de Derechas sirvió para modificar a su favor el rumbo de la política foral, derogando la normativa aprobada en 1932 sobre juntas de veintena, quincena y oncena, oponiéndose a la ley municipal objeto de debate, aprobando un nuevo reglamento sobre la constitución y el funcionamiento del Consejo Foral Administrativo y paralizando la aplicación de la Ley de Reforma Agraria. Bajo todo ello, los problemas agrarios no sólo no se solucionaron, sino que la patronal y la derecha abolieron las conquistas anteriores o las convirtieron en papel mojado. Y lo que es más importante, Navarra se configuró como un territorio liberado preservador de los viejos valores, como la nueva Covadonga, en el que la derecha se aprestó para la movilización contra la República y la reconquista de España. Para finalizar, la represión durante la guerra civil se cebó duramente en dirigentes y militantes republicanos y socialistas. De los casi 3.000 asesinados por los sublevados, el 37,4 por ciento era de izquierdas en general o sin afiliación, el 36,1 de UGT, el 7,2 de Izquierda Republicana, el 4,1 del PSOE y el 3,1 de las Juventudes Socialistas.

sábado, 23 de junio de 2012

LAS POSTURAS DE LOS PARTIDOS ANTE EL PROCESO ESTATUTARIO DE 1932.



Pasando ya a las posturas de los partidos en relación con el Estatuto Vasco-Navarro, resulta ocioso hablar de la actitud del PNV por cuanto fue el partido que más propaganda hizo del Estatuto y que más se implicó en su aprobación.

En el seno de la Comunión Tradicionalista había quienes lo apoyaban como Joaquín Beúnza y quienes lo denostaban como el flanco integrista y Víctor Pradera. Tan es así que dicha formación dio en una reunión celebrada en mayo libertad de voto a sus afiliados con cargos en ayuntamientos. El sector de los católicos independientes no carlistas, que se integrarían en 1933 en Unión Navarra, luego confederada en la CEDA, también mantuvo posturas ambivalentes. Dos de sus figuras más destacadas, Rafael Aizpún Santafé, coautor del proyecto de las gestoras, y Miguel Gortari Errea, se manifestaron favorables al Estatuto Vasco, aún cuando remarcaron sus reservas. De cualquier forma, Diario de Navarra, el periódico de mayor tirada en Navarra, con mucha diferencia sobre los demás, siempre se significó por situarse en contra del Estatuto común ya desde la primavera de 1931. Al fin y a la postre, dentro del bloque configurado por conservadores y tradicionalistas, los proestatutistas se revelaron en la votación decisiva como minoritarios. También hay que decir que la Gaceta del Norte, portavoz de la derecha católica en Vizcaya, no hizo campaña a favor del Estatuto Vasco-Navarro.

Las formaciones políticas republicanas también se caracterizaron por la diversidad de puntos de vista acerca de la materia autonómica. En general, en el conjunto de Vascongadas y Navarra, la actitud de los republicanos se resumiría así: “apoyo casi unánime en las Vascongadas (excepción: el Partido Radical de Álava) y rechazo también casi unánime en Navarra (excepción: Acción Republicana)”. Con todo, su apoyo no era sinónimo de entusiasmo, que sólo era sentido en Vascongadas por unos pocos. Además, la izquierda hizo propaganda a favor, más a través de las instituciones que de los partidos y de su prensa. Su principal periódico, por ejemplo, El Liberal, no hizo campaña a favor. De cualquier forma, el PSOE y los republicanos “aprobaron el proyecto en las Vascongadas, pero se reservaron el derecho de defender varias enmiendas en las Cortes”.

Tal y como queda dicho, en Navarra, a excepción de Acción Republicana, los demás partidos republicanos no fueron favorables. El Partido Republicano Radical Socialista se declaró abiertamente en contra del Estatuto Vasco-Navarra en la asamblea de su agrupación pamplonesa de 4 de mayo de 1932, porque, si bien no había “en varios aspectos más que moderada y justa autonomía”, se advertía “en otros varias notas separatistas”. Además de ello, no hay que olvidar las decisivas actuaciones de Azarola, dirigente del partido, para que finalmente los representantes municipales navarros votaran en contra del Estatuto común.

El partido republicano más claramente autonomista fue Acción Republicana. Mariano Ansó ya expresó su autonomismo en un discurso en las Cortes el 30 de julio de 1931, afirmando su apuesta por un estatuto que respetara “rigurosamente los derechos individuales y todas las conquistas de la civilización”. Más adelante, en una conferencia de junio de 1932 precisó las bases de su apoyo al estatuto común. Si bien entendía los recelos por el antecedente reaccionario de las enmiendas de Estella, Navarra no podía contentarse con el marco de la ley de 1841. Además, la vinculación de Navarra con el País Vasco se hacía respetando su personalidad, abriendo la posibilidad de “desarraigar la fuerza política de Navarra de la fuerza de la reacción”. El encauzamiento de la autonomía debilitaría al nacionalismo despojado de la fuerza que da la persecución. De cualquier forma, el voto favorable al Estatuto no significaba aceptarlo en su totalidad, pudiendo ser reformado por las enmiendas presentadas por los ayuntamientos y “si las enmiendas que se presenten al mismo no prosperasen, quedan las Cortes que realizarán la labor depuradora”. El punto de vista de Ansó quedó refrendado en la asamblea general de su formación en la que se decidió aceptar el proyecto que se sometía a la aprobación de los ayuntamientos, admitiendo la posibilidad de presentación ulterior de enmiendas al mismo. Otro señalado autonomista de Acción Republicana fue el tafallés David Jaime, concejal de su localidad y miembro de la gestora provincial, quien repetidamente hizo gestiones a favor de la autonomía, siendo, junto con Rufino García Larrache, como ya se ha dicho, su propagandista más activo en la mitad sur de Navarra.

Por lo que toca a los socialistas, sus posturas tampoco eran del todo homogéneas ni inmutables. Los principales valedores del Estatuto común dentro del PSOE navarro fueron Constantino Salinas, vicepresidente de la gestora provincial, y Salvador Goñi Urriza, ponente que participó en la redacción del texto y representante de Pamplona en la asamblea estatutaria de enero de 1932. Sin embargo, la mayoría del PSOE y de la UGT se posicionaron en contra.

De esta forma, el órgano de la UGT de Navarra, ¡¡Trabajadores!!, publicó en los meses siguientes varios textos en los que señalaba que el Estatuto no era operativo para solucionar los problemas sociales y agrarios que aquejaban al sur de Navarra, problemas que sólo podían ser afrontados con garantías desde el poder central. Además, se indicaba que la autonomía podía “convertir a Navarra en un foco de conspiración permanente en contra de la República”, marginándola de las orientaciones progresistas republicanas, y se expresaban reticencias hacia el PNV, ante el temor de que éste capitalizase los logros del proceso estatutario. El tono de algunos artículos no hacía, desde luego, ninguna justicia a los intentos de Rufino García Larrache y de David Jaime por hacer del Estatuto Común una herramienta válida contra las desigualdades sociales en el mediodía navarro, y muestran una confianza extraordinaria en las posibilidades que podía ofrecer el gobierno central en sus proyectos de reforma agraria, posibilidades que no se concretaron en nada en relación con Navarra.

Por su parte, el dictamen de la ponencia designada por la agrupación socialista de Pamplona, publicado en ¡¡Trabajadores!! el 20 de mayo, negaba la unidad étnica del País Vasco-Navarro, consideraba excesivos los derechos lingüísticos asignados en el estatuto a las comunidades vascoparlantes y, en lo concerniente a legislación agraria y social, afirmaba que “la región no necesita reglamento especial ni poder alguno que (…) podría ser, al fin, más que una ayuda un obstáculo”. Además, el documento valoraba que el Estatuto acarrearía inconvenientes en el plano económico “porque provocaría un aumento de los gastos burocráticos y en la aplicación de los impuestos habría de predominar el espíritu reaccionario y de clase de los políticos dominantes”.

Obviamente, la postura contraria al Estatuto desde el PSOE y la UGT, el componente mayoritario con mucha diferencia dentro del bloque de las izquierdas navarras, así como la del PRRS, plantea la cuestión de los porqués de la escasa socialización entre la conjunción republicano-socialista de la apuesta estratégica de Constantino Salinas, David Jaime y Rufino García-Larrache, los tres miembros de la conjunción en la Gestora más comprometidos con la República en Navarra, tal y como demostraría su práctica política y su trayectoria posterior. Creemos que para responder a esa pregunta habría que enfocar, quizás, no tanto hacia aspectos relacionados con la validez de las estrategias políticas como hacia problemas derivados de las relaciones grupales y personales entre las diferentes formaciones del ámbito republicano y socialista en Navarra, en el conjunto del país vasconavarro y en España, un tema todavía por trabajar.

martes, 19 de junio de 2012

EL DESARROLLO DEL PROCESO ESTATUTARIO DE 1932.


El decreto redactado por Indalecio Prieto del 8 de diciembre se publicó al día siguiente en el Boletín Oficial del Estado. En él se decía que asambleas provinciales de ayuntamientos debían de decidir si se deseaba un Estatuto Vasco-Navarro común o Estatutos para cada provincia. Si las asambleas provinciales apostaban por el primero, las Gestoras redactarían un proyecto. Una Asamblea general de Ayuntamientos podría rechazar, modificar o aprobar dicho proyecto de Estatuto común. En caso de rechazo, la Asamblea podría proponer otro distinto. De aprobarse en la Asamblea, haría falta un referéndum en el que harían falta 2/3 partes del censo. Por último, se requeriría la aprobación del Parlamento. Hay que decir que en el Decreto no se decía nada de que en la Asamblea general de ayuntamientos se pudiera hacer consideración separada de ningún territorio.

Tal y como se mencionó en la entrada anterior, ese decreto coincidió en el tiempo con la votación por parte de los diputados en Madrid del PNV a favor de Alcalá-Zamora como primer presidente de la República y con la aceptación jeltzale en un comunicado oficial de las reglas del juego de la República. Asimismo, los nacionalistas aceptaban aquel decreto. La colaboración del PNV era refrendada días despues por el movimiento de alcaldes que había impulsado el Estatuto de Estella meses antes. Incluso se acordó que la Comisión encargada de redactar el proyecto de Estatuto estuviera formada por cuatro representantes de las Gestoras y tres del movimiento de los alcaldes, si bien posteriormente se añadieron otros tres del PSOE que protestó por no estar representado. La Comisión se formó con cuatro republicanos, tres socialistas, un nacionalista, un tradicionalista y un católico independiente. De ellos, tres eran navarros: el republicano Rufino García Larrache, el católico independiente Rafael Aizpún Santafé y el socialista Salvador Goñi Urriza. El primero de ellos fue uno de los cuatro redactores finales del texto, junto con el republicano Madariaga, el peneuvista Basterrechea y el socialista Armentia.

El 21 de enero de 1932 se celebraron las asambleas provinciales de los ayuntamientos en las cuatro capitales, que se pronunciaron a favor de un Estatuto único: 423 de los 549 ayuntamientos votaron que sí, representando el 90 por ciento de la población. 160 ayuntamientos navarros, que representaban a 209.479 habitantes, se inclinaron por el Estatuto Vasco-Navarro, mientras que 36 ayuntamientos, con 28.891, apoyaban al Estatuto Navarro; otros 21, con 66.553, rechazaron cualquier Estatuto y otros 12, con 20.044, se abstuvieron. Además, 39 ayuntamientos no enviaron representantes. De los 21 municipios que votaron que no al Estatuto común, 19 eran ayuntamientos de la Ribera con mayoría republicano-socialista, y 9 de los 12 que oficialmente se abstuvieron también tenían la misma orientación política.

En la misma reunión se aprobó una proposición del radical socialista Emilio Azarola, alcalde de Santesteban por el artículo 29 (es decir, no elegido democráticamente, sino por ausencia de otras candidaturas), según la cual el porcentaje de dos tercios del censo electoral que debía de aplicarse en la definitiva asamblea de ayuntamientos y en el referéndum en el marco de la región autónoma en constitución, se exigía también a los resultados del referéndum y de la Asamblea referidos al marco exclusivo de Navarra. La aceptación de esa propuesta sería clave en la Asamblea posterior del 19 de junio.

La ponencia redactora del texto estatutario llegó a desplazarse al sur de Navarra con el fin de reunirse con representantes de esta zona para así integrar su problemática específica en aquél. Esas reuniones, protagonizadas, sobre todo, por los republicanos Rufino García Larrache y David Jaime Deán, dos de los tres miembros de la Gestora de la Diputación navarra más significativamente a favor del Estatuto Vasco-Navarro, trataban de eliminar tanto las reticencias de los republicanos y los socialistas de la Ribera (que pensaban que un marco institucional común entre las cuatro provincias vascas sólo serviría para incrementar el peso de la derecha) como el escaso vasquismo constatable en la mitad sur de Navarra. Acerca del limitado eco de las posturas vasquistas en la mitad sur de Navarra, basta recordar el 0,1 por ciento que el PNV obtuvo en la Ribera Tudelana en las elecciones de 1936; el comentario de Manuel de Irujo en el que, en carta a Aguirre, se refería a la Ribera como “nuestro Ulster”; y las agresivas posturas de la prensa izquierdista de Tudela y de Pamplona. Así por ejemplo, en El Eco del Distrito, periódico republicano tudelano, a finales de junio y principios de julio de 1931 se insistió en que si se aprobaba el Estatuto de Estella sería conveniente la implantación del cantón independiente de Tudela.

El planteamiento de García Larrache y de Jaime Deán de integrar la problemática específica de la Ribera en el proyecto de estatuto en redacción tuvo un primer éxito cuando el 18 de diciembre de 1931 El Eco del Distrito, el periódico republicano tudelano antes citado, alabó el texto de propuesta que el primero de aquéllos presentó a la Diputación navarra y a las demás diputaciones vascas de cara a que las múltiples peculiaridades de la Ribera (en el plano cultural, económico y social) fueran recogidas en la elaboración del Estatuto Vasco-Navarro.

De hecho, el estatuto en su redacción final, entregado el 21 de marzo, hacía especial hincapié en esas peculiaridades. El artículo 3, abría la puerta a la instauración de “regímenes administrativos peculiares en cuanto a las materias afectadas” en aquellas comarcas como la Ribera en que concurriesen “peculiaridades económicas o jurídicas de importancia”. Por su parte, los artículos 34 a 41 son un bloque, centrado en el trabajo y la propiedad de la tierra, inédito hasta entonces y que se hace eco de reivindicaciones agraristas de izquierda muy frecuentes en el sur de Navarra. En ellos se afirma que se podría obligar a los propietarios de tierras incultas a trabajarlas, a venderlas o a cederlas a familias necesitadas o a asociaciones agrícolas para que las cultivasen, siendo la administración la que estableciera los contratos previa audiencia a los propietarios. También se hablaba de que el órgano ejecutivo común, el Consejo Permanente, de acuerdo con las diputaciones, dictaría las disposiciones y arbitraría los recursos económicos suficientes “para reivindicar los terrenos de origen comunal a favor de los Municipios, parcelarlos y ponerlos en producción”.

Por lo demás, en esa redacción final del Proyecto de Estatuto vasconavarro continuaba vigente en gran medida el espíritu que animaba a los dos proyectos debatidos el año anterior. No obstante, comparado con el de Estella, el Estatuto de las Gestoras era de perfil algo más bajo. No hablaba de “Estado Vasco”, sino de “núcleo político administrativo autónomo” y eliminaba como facultades las relaciones con la Santa Sede y la defensa. Además, reconocía en su artículo 5 que los poderes que se le conferían al pais vasco-navarro se ejercitaban de acuerdo con la Constitución, algo que no se mencionaba en Estella. Por otra parte, el artículo 2 subrayaba el respeto hacia la organización foral de los territorios históricos: “Cada provincia se regirá autonómicamente dentro de la unidad del País Vasco, acordando cada una su organización y régimen privativo y ejerciendo las competencias no autonómicas no atribuídas a los poderes del conjunto de la entidad autonómica”.

La novedad quizás más relevante concernía a la composición del órgano legislativo. Si anteriormente se había optado por la representación paritaria entre las cuatro provincias, ahora se señalaba que el Parlamento General, del que no se decía de cuántos miembros se compondría, estaría integrado por representantes elegidos por sufragio universal directo y secreto y régimen proporcional, designados la mitad por los electores de Alava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya, en número igual por cada una, y la otra mitad mediante el sistema de lista y cociente por todo el electorado del País Vasco-Navarro, constituído en colegio único (art. 15). Ese cambio hacia que Navarra y Álava, las dos provincias en las que las fuerzas que a partir de 1933 constituirían el Bloque de Derechas tenían más fuerza, perdieran peso específico, lo que, obviamente, beneficiaba a la conjunción republicano-socialista y al PNV. En cambio, en el órgano ejecutivo, el Consejo Permanente, que tendría su sede en Vitoria (art. 21), la presencia de las provincias se basaba en parámetros de exquisita igualdad: los 8 consejeros serían elegidos por el Presidente, elegido a su vez por mayoría absoluta en el Parlamento, seleccionando dos representantes parlamentarios de cada una de las listas de cinco candidatos que le presentara por separado cada uno de los cuatro territorios (art. 19).

En lo que se refería al idioma, a pesar de que tanto el euskara como el castellano se declaraban cooficiales, la oficialidad del primero se restringía en la práctica a las zonas vascoparlantes. Al igual que en los demás proyectos estatutarios, serían las diputaciones quienes fijarían qué territorios debían ser calificados como vascoparlantes (art. 13).

El 24 de abril las Gestoras aprobaron el proyecto, reunidas en sesión plenaria en San Sebastián. Asimismo, ese proyecto estatutario tuvo el apoyo de toda la Comisión Gestora de la Diputación de Navarra el 5 de mayo de 1932, a excepción del de uno de sus miembros, el tudelano Luis Soriano. La Comisión Gestora, con la misma abstención de Soriano, acordó publicar el 2 de junio en el Boletín Oficial de la Provincia una circular a favor del Estatuto. En la circular la Comisión Gestora insistía en el Estatuto Común como “el mejor camino a seguir”, negando la tesis de que la personalidad de Navarra pudiera quedar desdibujada y mencionándose diversas ventajas de naturaleza económica. Además, se hacía referencia a los riesgos que “para Navarra supondría el quedar al margen, viviendo aislada y afrontando los problemas que ese aislamiento cree”, subrayando, al final, que la apertura de cauces de las reivindicaciones regionales no suponía merma de la soberanía nacional, sino que suponía tender hacia “una estructuración de España fundada en la realidad”. Posteriormente, el 9 de junio la Diputación publicó una nota oficial en la que comunicaba que había invitado a partidos políticos y entidades para proporcionarles información sobre el Estatuto, en especial sobre sus aspectos económicos, instalando, además, para ello una “Oficina del Estatuto Vasco-Navarro”.  


domingo, 17 de junio de 2012

LOS REPUBLICANOS ESTATUTISTAS NAVARROS Y LA GÉNESIS DEL PROYECTO DE ESTATUTO VASCONAVARRO DE 1932.


El 19 de junio de 2012 se cumplen 80 años de la celebración en el Teatro Gayarre de la Asamblea de Pamplona en la que se debatió el Estatuto Vasco-Navarro, la única vez en la historia que se ha discutido públicamente la conformación de un marco político-institucional común entre los cuatro territorios históricos vascopeninsulares. En varias entradas nos dedicaremos a recordar las características de aquel proceso estatutario, centrándonos especialmente en su vertiente en Navarra.

Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 dieron el triunfo a las candidaturas derechistas en la mayoría de los ayuntamientos navarros. El bloque republicano-socialista sólo venció en una quincena de pueblos importantes de la Ribera, entre ellos Tudela, y también en algunos pocos septentrionales como Alsasua. Sin embargo, la repetición del proceso electoral el 31 de mayo originó el control de la izquierda también en Pamplona y en otra decena de ayuntamientos importantes de la mitad sur.

En las elecciones a Cortes constituyentes de 28 de junio de 1931, la coalición católico-fuerista, conformada por los carlistas, los católicos independientes y el PNV, venció en Navarra al conseguir cinco diputados y el 64 por ciento de los votos. En dichas elecciones, la conjunción republicano-socialista en Navarra obtuvo los dos diputados restantes con el 36 por ciento de los votantes. Las izquierdas ganaron en Pamplona y en la Ribera.

Con todo, a pesar de esos resultados, la conjunción republicano-socialista había conseguido hacerse con el poder en la Diputación al ser nombrada el 25 de abril de 1931 la Comisión Gestora de la misma por parte del Gobernador. Entre sus siete miembros estaban cinco miembros de la conjunción: el socialista Constantino Salinas y los republicanos Rufino García Larrache, David Jaime Deán, Luis Soriano Tapia y Benito Munilla García. Salinas fue nombrado vicepresidente. Como veremos, los tres primeros siempre llevaron una labor concertada en pro del Estatuto común. Esa primera Comisión Gestora duraría hasta comienzos de 1933.

La composición de esa Comisión Gestora difería, al dar entrada a dos miembros de la derecha (Marco Ilincheta y Fernández de Piérola), de las pautas seguidas en la designación de las Comisiones Gestoras que gobernarían las Diputaciones de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya puesto que éstas estaban formadas sólo por integrantes de partidos de izquierda (republicanos y socialistas en la primera provincia; republicanos, socialistas y de Acción Nacionalista Vasca en las otras dos).

En septiembre de 1931 finalizaban su recorrido los dos proyectos de estatuto debatidos en los meses anteriores y que se caracterizaban por su naturaleza unilateral: el Estatuto de Estella era sostenido por el bloque católicofuerista, mientras que el Estatuto de las Gestoras de las Diputaciones era apoyado por las fuerzas republicanas y socialistas que controlaban esos órganos. El texto aprobado en Estella fue desechado por ser contrario a la Constitución en redacción su artículo sobre las relaciones con el Vaticano. El texto aprobado por las Gestoras de las Diputaciones fue dejado de lado porque, aparte de la cuestión religiosa incorporada por las enmiendas añadidas en una Asamblea de Pamplona celebrada en agosto por representantes de los partidos del bloque católicofuerista, hablaba de una República Federal y no de “República Integral” (modelo intermedio entre la unitaria y la federal) que era la que afirmaba la Constitución.

Con todo, las gestiones de republicanos y socialistas reactivaron el proceso. El 25 de septiembre las Gestoras de las cuatro Diputaciones acordaron elaborar un Estatuto compatible con la República. El 6 de octubre una comisión de las mismas (en la que estaban los navarros Rufino García Larrache y Constantino Salinas) arrancaron el compromiso por parte del Gobierno de que éste aprobaría rápidamente un decreto autorizando a que los ayuntamientos de las respectivas provincias fueran convocados por los cuatro entes forales con el fin de redactar un proyecto de estatuto en sintonía con la Constitución en elaboración.

Como hemos anticipado ya, tres miembros de la conjunción que formaban parte de esa Comisión Gestora de la Diputación navarra apoyaron sin reservas el proyecto de estatuto común de 1932. A nuestro juicio, animados por el 36 por ciento de los votos conseguidos en las elecciones generales constituyentes y por el hecho de disponer de los resortes del poder provincial, así como del poder local en las dos núcleos urbanos principales de la provincia y en muchos ayuntamientos de la mitad sur, pudieron sopesar la idea de que siendo mucho más irrealizable la hipótesis de que la izquierda gobernara democráticamente en una Navarra configurada como autonomía separada, la opción de un marco autonómico conjunto podía incrementar las posibilidades de que republicanos y socialistas estuvieran en el gobierno regional subsiguiente. 

Hemos de tener en cuenta que desde finales de 1931 las relaciones entre el PNV y el resto de los partidos de la Candidatura Católico-Fuerista se agrietaron a causa de la admisión por parte de aquél de la legalidad republicana. El 10 de diciembre el PNV votó a favor de la investidura de Alcalá-Zamora como Presidente de la República, reconociendo en una nota que su voto implicaba la aceptación del régimen republicano, mientras que los demás diputados de la minoría se abstenían. Esa decisión fue precedida por la visita que el día 3 los diputados peneuvistas Aguirre, Horn y Leizaola realizaron a Alcalá-Zamora en su propio domicilio para anunciarle el sentido de su voto. Seguidamente el PNV decidía aceptar la vía autonómica abierta por el decreto del Gobierno Azaña del 8 de diciembre, publicado en la Gaceta de Madrid al día siguiente y redactado por Indalecio Prieto, sobre la regulación legal del proceso estatutario vasco-navarro. Mientras tanto, muchos sectores de la Comunión Tradicionalista y de la derecha conservadora se negaban a aceptar ese cauce, en su estrategia de refutación sin tregua de la República.

Los cálculos de esos republicanos estatutistas navarros estaban avalados por el hecho de que, si bien las elecciones generales de 1931 habían mostrado una mayoría clara en Navarra de la derecha tradicional, ésta no era ni mucho menos rotunda ya que en el 63 por ciento de la Candidatura Católico-Fuerista se incluían los votos del PNV, votos que en las elecciones posteriores, yendo en solitario, se situarían en torno al 9 por ciento. Por su parte, los datos de aquellas elecciones daban un panorama más esperanzador para republicanos y socialistas en los demás territorios vascopeninsulares. En Alava su porcentaje era del 40,3, en Guipúzcoa del 41,0 y en Vizcaya del 41,2. En la suma de las cuatro provincias llegaban al 40,8. Además, la mayor fuerza del PNV en las otras tres provincias, hacía que la fuerza de conservadores y tradicionalistas disminuyera notablemente si aquel partido se separara de ellos. De hecho, en 1936, si bien el Bloque de Derechas consiguió el 69,7 por ciento de los votos en Navarra y el 59,7 en Alava, en Guipúzcoa consiguió el 33,0 por ciento y en Vizcaya el 25,1.

Además de por los resultados electorales de 1931 y por el progresivamente cada vez más visible deterioro de la alianza entre la derecha españolista y el PNV, la apuesta por el Estatuto Vasconavarro, impulsado por las propias Gestoras Republicanas que gobernaban las cuatro Diputaciones vascas, de los mencionados Salinas, García Larrache y Jaime tenía también razón de ser si pensamos, que, como veremos, la configuración geográfica de la forma de elección de los parlamentarios en el legislativo común beneficiaba más a republicanos y socialistas que en los proyectos anteriores.

Por otra parte, no hay que olvidar una cuestión de la que se suele a menudo prescindir. El Proyecto de Estatuto Común confeccionado desde las mismas Gestoras republicanas que gobernaban las cuatro Diputaciones, después de ser aprobado por los representantes municipales en la Asamblea final correspondiente, podía ser enmendado posteriormente por los ayuntamientos, pero, sobre todo, por las Cortes a lo largo de su tramitación parlamentaria. De ello se hizo eco el diputado republicano por Navarra Mariano Ansó en la defensa de sus posiciones proestatutistas. Así, el texto finalmente resultante del proceso podía ser incluso más favorable en sus contenidos a la izquierda.

jueves, 14 de junio de 2012

LA RENUNCIA A LA ESCALA COMPARATIVA.



El centrarse excesivamente en un determinado contexto geográfico y espacial, renunciando a enmarcarlo de forma comparativa con respecto a lo que sucedía en otros ámbitos hacia las mismas fechas, tiene sus riesgos. El peligro es mayor si la época a la que nos estamos refiriendo es, además, la Edad Moderna, momento en que las instituciones representativas de las comunidades políticas (las diferentes asambleas o parlamentos territoriales de que constaban los reinos europeos y las diputaciones o representaciones permanentes de ellas cuando existían) a duras penas pudieron resistirse, en los casos en que lo consiguieron, a la acometida del absolutismo monárquico, constatable en mayor o menor medida en todas las zonas. Por otra parte, los que se enfrentaron en rebeliones abiertas a la monarquía en la que estaban inscritos, y no consiguieron emanciparse de ellas, tuvieron que padecer, por lo general, la supresión de las instituciones privativas que configuraban su autogobierno.

El deslizamiento de las monarquías hacia pautas absolutistas tuvo diferentes cronologías, en unos casos más tempranas que en otros, siendo incluso casi difícil de detectar allí donde el desarrollo institucional y el aparato discursivo era menor. De cualquier forma, debe quedar claro que la soberanía de un monarca o de una dinastía sobre un territorio no debe interpretarse como la soberanía que sobre ese territorio tenía la población del mismo. Incluso allí donde la representación del reino tenía mayor presencia (bien a través de Cortes estamentales como en Navarra o los territorios de la Corona de Aragón, bien exclusivamente a través de representantes municipales como en Álava, Guipúzcoa o Vizcaya), aquélla no dejaba de tener graves deficiencias que lastraban el funcionamiento de un sistema, en definitiva, de Antiguo Régimen y en el que los sectores más representados eran los de las élites nobiliar y eclesiástica.

En el caso de Navarra, al igual que en todas partes y tanto antes como después de la conquista, la voluntad regia detentaba siempre la última palabra. Ahora bien, en el caso específico de la monarquía absoluta española de los Austrias y de los Borbones, algunos de los territorios dominados por aquella dinastía (como Navarra y las Provincias Vascongadas) consiguieron mantener sus instituciones, mientras que otros no. Los territorios de la Corona de Aragón vieron eliminado su autogobierno con los Decretos de Nueva Planta, tras la guerra de Sucesión, por su apoyo al aspirante austracista al trono español a principios del siglo XVIII. Además, con anterioridad al inicio de dicho conflicto bélico, los Habsburgo siempre tuvieron mayores reticencias, comparativamente hablando, hacia dichos territorios que hacia Navarra, tal y como prueba el mucho menor número de reuniones de Cortes en aquéllos, a lo que ya me referí en otro artículo, y a que no hubiera que esperar al año 1700 para que dejaran de ser convocadas: no hubo más reuniones de Cortes en Cataluña a partir de 1632, ni en Valencia desde 1645, ni en Aragón desde 1683.

Puede pensarse que las instituciones navarras pudieron seguir existiendo por la inexistencia de rebeliones y revueltas en Navarra tras 1530 a lo largo del periodo que rigió el sistema absoluto. Hemos de recordar que muchos territorios englobados en el Imperio español protagonizaron en los siglos XVI, XVII y XVIII sublevaciones abiertas contra la monarquía española. A la larga lucha independentista de los Países Bajos durante la segunda mitad del quinientos y la primera del seiscientos, hay que añadir la revuelta de Aragón de 1591-1592; las de Cataluña, Portugal, Sicilia y Nápoles en la década de los cuarenta del siglo XVII; y el ya referido apoyo de los territorios de la corona de Aragón al archiduque austríaco en la Guerra de Sucesión. También hubo complots en los años cuarenta del seiscientos en Aragón y en Andalucía.

Por lo que se conoce hasta ahora, desde mediados del siglo XVI los episodios de mayor entidad de los que tenemos noticias en Navarra no sobrepasaron el umbral de la conspiración. De todo el periodo, el suceso de mayor enjundia fue la detención y muerte en prisión en circunstancias poco claras de D. Miguel de Iturbide, ex diputado del reino, en diciembre de 1648, en una coyuntura en el que la Monarquía española se encontraba en trance de desintegración con movimientos secesionistas como los referidos anteriormente.

Dicho de eso, a pesar de todo, sigo creyendo que los esfuerzos de las Cortes y de la Diputación, así como en el plano del discurso suministrado por historiadores y juristas, también fueron otro ingrediente positivo para la preservación del autogobierno navarro dentro del marco en el que se inscribía. En diversas ocasiones las pretensiones de los virreyes fueron frenadas por las instituciones navarras. Las Cortes navarras de 1780-1781, por ejemplo, fueron una muestra clara de que el legislativo navarro funcionaba con un grado de autonomía mucho mayor del que hubiera gustado a la monarquía, algo ratificado en un informe secreto posterior sobre las mismas hecho por el virrey, el obispo y el regente del Consejo Real a petición de la Real Cámara de Castilla.

La dinastía de los Albret, emparentada con los Borbones, tampoco se libró de la deriva absolutista. Tras la entronización en 1594 como monarca francés como Enrique IV de Enrique III de Navarra (que regía en los dominios de aquella dinastía desde 1572, hijo de Juana de Albret y de Antonio de Borbón y que llegó al trono galo por una serie de fallecimientos sucesivos de sus cuñados Carlos IX y Enrique III de Francia), el sistema absolutista, tras el final de las guerras de religión, se afianzará, perdiendo protagonismo los Estados Generales franceses hasta el punto de dejar de ser convocados poco después de su muerte. Un tataranieto suyo, Felipe V de España (nieto, a su vez, de Luis XIV, el Rey Sol, la cima del absolutismo), eliminará del todo, como ya se ha dicho, las constituciones privativas de los tres territorios de la Corona de Aragón. También los Estados Generales de la Baja Navarra, una de las posesiones sobre las que reinarán los Albret después de ser desposeídos de la Alta Navarra, perderán atribuciones. De hecho, los Tres Estados bajonavarros se dirigirán a los altonavarros a finales del siglo XVII y a mediados del XVIII preguntando por cuestiones competenciales y procedimentales que aquéllos añoraban y que éstos todavía mantenían.

sábado, 9 de junio de 2012

UNA NUEVA JOYA DE LA LITERATURA TESTIMONIAL DEL HOLOCAUSTO NAVARRO.


La publicación en estos últimos días de la autobiografía de Gerardo Guerra bajo el título Memorias de un campesino republicano. Caparroso 1936 (Pamiela, Pamplona, 2012) nos descubre una nueva joya de la literatura testimonial del holocausto padecido por los sectores que se situaron a lo largo del periodo republicano en frente de los partidos (carlistas, cedistas de Unión Navarra y falangistas) que apoyaron el golpe militar de julio de 1936 y ejercieron la labor de verdugos de aquéllos. Este libro se suma a otros de valía y significación parecida, publicados en años anteriores por la misma editorial, como el de Galo Vierge (Los culpables. Pamplona 1936) o el de Josefina Campos (Los fusilados de Peralta, la vuelta a casa, 1936-1978. Operación retorno). A ellos habría que añadir también el de Marino Ayerra Malditos seáis. No me avergoncé del evangelio. La autobiografía de Gerardo Guerra es completada por varios textos de presentación y contextualización de su nieto Pedro M. Monente, habiendo participado también en los entresijos de la edición Ángel García-Sanz Marcotegui, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Pública de Navarra cuya prolijísima obra ha aportado a la historiografía de nuestra tierra un caudal ingente de informaciones cuya significación debe ser indudablemente reconocida.

Lo primerísimo que llama la atención del libro que comentamos tiene que ver con su autor. A quienes, a pesar de ser todavía relativamente jóvenes, nos relacionamos en nuestra juventud estrechamente, a causa de las cohortes generacionales en las que se inscribía alguno de nuestros progenitores, con personas que vivieron directamente aquella época, siempre nos han fascinado aquellas personas que, carentes de cualquier formación, demostraron unas capacidades superlativas y que, además, contaban con una capacidad de observación y de análisis de su coetaneidad muy superior a la de la media. Gerardo Guerra no es que fuera de ese grupo de personas: si el texto muestra a las claras la altura de su habilidad narrativa, los hechos que relata son una prueba de sus capacidades intelectuales, políticas, organizativas y morales. Su figura (llegó a ser concejal en Caparroso por la candidatura republicanosocialista entre mayo de 1931 y noviembre de 1934 y desde febrero de 1936 a julio de ese año, dirigente de una de las dos sociedades agrícolas de su pueblo, responsable de UGT, corresponsal de Trabajadores y representante de los arrendatarios en el Tribunal Mixto de Fincas Rústicas de Tudela) nos recuerda un tanto a la de Eustaquio Mangado, la persona que lideró a los sectores de izquierda en Sartaguda desde 1918 y que consiguió conformar un doble frente, político-administrativo desde el ayuntamiento y sindical, tal y como narramos en el libro sobre dicha localidad del que fuímos coautores y que también publicó Pamiela..

Desde una perspectiva historiográfica son tremendamente interesantes las consideraciones que efectúa el autor sobre los problemas derivados de la puesta en cultivo de las corralizas enajenadas en el siglo XIX, así como de los terrenos comunales, en el primer tercio del siglo XX, proceso del que los máximos beneficiarios eran los campesinos con unidades de explotación medianas y grandes que disponían de medios de producción, quedando el pequeño campesinado propietarios y los jornaleros al margen del mismo. Incluso en el caso de realizarse parcelaciones universales, los campesinos más pobres terminaban cediendo tierras a los más poderosos. Gerardo Guerra da vida a los contenidos de esa conflictividad social latente o explícita según los momentos a partir de los años diez, informándonos de que a los sectores reivindicativos se les apodaba en Caparroso con el significativo nombre de mambises en referencia a los campesinos posicionados a favor de la independencia en la guerra de Cuba. Asimismo, nos da detalles de las positivas potencialidades que desarrollaron las sociedades cooperativistas gestionadas por los sectores de izquierda. También son muy a tener en cuenta las informaciones que proporciona sobre la espontaneidad de la conformación de las redes de socialización política de la conjunción republicano-socialista en abril-mayo de 1931 a partir de un viaje a Pamplona en el que conoció a dirigentes de la misma, así como las que facilita sobre las disensiones con los elementos republicanos que, andando el tiempo, se escorarían hacia la derecha en un proceso bastante silenciado pero que condicionó altamente a la izquierda en toda la Ribera desde fechas tempranas. Tampoco ahorra críticas al campesinado propietario por sus intentos de burlar la legislación laboral republicana ni a las posturas maximalistas de la CNT.

El episodio más palpitante del libro es el relativo a la huída y peregrinaje del autor por la Bardena navarra y aragonesa entre el 19 de julio de 1936 y el 2 de septiembre del mismo año, llegando a coincidir en algún momento con mil huídos por esa geografía agreste y cautivadora a la que uno tan unido ha estado en los últimos años por sus excursiones en bicicleta. A esa imposibilidad de escapar nos referimos en otra entrada de este blog. Resulta francamente emocionante leer el continuo transitar del protagonista junto con compañeros de su pueblo y otras localidades, escapando de las patrullas, sobreviviendo gracias a la caridad de algunas personas de los corrales, casetas y granjas de la zona y constatando que quienes optaban por regresar, confiados de las falsas promesas de los verdugos, eran pronta y sistemáticamente ejecutados. Él mismo cuenta cómo más de una vez fue testigo de las detonaciones de los fusilamientos que tenían lugar en el mismo marco bardenero. En aquella coyuntura fueron asesinados varios miembros de su familia, entre ellos su propio hermano, taxista en Pamplona, a manos de la retaguardia centrada en labores de vigilancia y represión y de la que tuvieron que formar parte varios cientos de personas. 

También es ciertamente atractivo el capítulo dedicados al año y medio en que Gerardo Guerra permaneció escondido en su propia casa (desde el 2 de septiembre de 1936 al 2 de noviembre de 1937), esforzándose por que no le vieran sus propios hijos, así como el centrado en la huída de Francia gracias a una red que le trasladó desde Pamplona a las ventas de Arraitz y desde donde, abandonado por los guías a causa de su mal estado de salud, consiguió llegar a duras penas a Alduides.

La última parte del libro trata de su regreso a la España republicana, de su apresamiento al final de la guerra y de su estancia de casi año y medio en la cárcel en el corredor de la muerte de la que pudo escapar gracias a las gestiones de un convecino, regresando a Caparroso en agosto de 1940.

Una obra, en definitiva, cuya lectura es altamente recomendable por cuanto a los motivos contenidos en todos los párrafos anteriores se superpone un tono de altura ética y una ausencia de acritud que desarmará a aquéllos empecinados, ochenta años después, en negarse a reconocer el sufrimiento ajeno de aquellos años.


jueves, 7 de junio de 2012

RESPUESTA A PEDRO ESARTE.


Pedro Esarte responde el miércoles 5 en un artículo titulado En pasado, presente y afuturo a un artículo mío publicado el pasado sábado 2 en este mismo periódico. La serie de críticas que realiza a aquel texto vuelve a incidir en la tesis esencial de la corriente en la que se reconoce: la pérdida de la independencia del reino de Navarra habría supuesto la pérdida de la soberanía de Navarra en su conjunto y habría dado paso a un periodo de total subordinación y sometimiento que no merece ser considerado. Es un discurso historicista de máximos que curiosamente no se aplica a muchas otras cuestiones más cercanas en el tiempo.

Previamente Esarte niega pretender "presentar el proceso de conquista como ilegal, coercitivo y violento" ya que “fue así”. Sobre ello, una corrección: todos, tanto él como los demás y yo mismo, presentamos tal proceso bajo esos rasgos por cuanto objetivamente fue así. Mi apelación se refería a la presunción de Esarte de que otros historiadores no compartan esa perspectiva. De hecho, si leemos desapasionadamente los libros del propio Esarte, de Floristán Imízcoz o de Monteano Sorbet, se verán menos diferencias que las que quiere advertir el primero en lo que se refiere a la narración y valoración de las características de aquel proceso.

El meollo de la cuestión, sin embargo, tiene que ver con los caracteres del marco político-institucional Navarra tras 1521. Para Esarte no existió ningún logro positivo en lo que tiene que ver con la defensa del autogobierno navarro por parte de las instituciones navarras, tanto en lo que se refiere al desarrollo institucional como a lo que tiene que ver con el plano discursivo, siendo una “total aberración” mantener lo contrario.

Para Esarte, el surgimiento de la Diputación permanente fue un recurso ante la imposibilidad de obtener los permisos para reunir las Cortes y resolver los continuos problemas que no eran atendidos”. Para mí eso es un reduccionismo inaceptable. La Diputación era la representación permanente de las Cortes entre dos reuniones sucesivas. Sin Diputación, la soberanía del Reino estaba totalmente disminuída y es un indicio evidente de subdesarrollo institucional de la Navarra anterior a 1512 (y a la vez, de que el depósito de soberanía estaba entonces, sobre todo, en manos del rey). A diferencia de las diputaciones de los territorios de la Corona de Aragón y de Castilla, surgidas ya en época bajomedieval, la Diputación navarra sólo surgiría en 1576, regulándose su composición y forma de funcionamiento en 1592. Si bien hasta mediados del XVII la Diputación navarra sólo tuvo una función política, la de representar al Reino ante el Rey y reclamar los contrafueros, con el tiempo ampliaría sus competencias en múltiples materias en conformidad con el aumento de su poderío económico al incrementarse sus competencias fiscales desde mediados del siglo XVII.

Respecto a las Cortes navarras, en comparación con los parlamentos de otros reinos, fueron las que celebraron mayor número de reuniones. Entre 1512 y 1646 se reunieron en 55 ocasiones, mientras que las aragonesas lo hicieron sólo en 12. A partir de 1646 tuvieron 20 reuniones: siete entre 1646 y 1700, diez en el siglo XVIII y tres en el XIX, entre éstas últimas las de Olite de 1801, de características ciertamente particulares. No hubo más reunión de Cortes en Cataluña a partir de 1632, en Valencia desde 1645, en Castilla después de 1665 y en Aragón desde 1683. Las Cortes castellanas sólo excepcionalmente se reunieron en el siglo XVIII .

Las Cortes navarras también incrementaron desde mediados del siglo XVI sus facultades de control de la soberanía regia con los mecanismos de reparo de agravios, y se esforzaron para que no se pudieran hacer leyes sino a petición de ellas, así como por la primacía de las leyes de Cortes frente a las disposiciones emanadas del rey. Las Cortes lucharon también en el apartado de elaboración y publicación legislativa también desde entonces, consiguiendo que en 1614 se editara la recopilación de leyes del reino elaborada por los síndicos Sada y Murillo.

Rechazo por último que sea “inconcebible” ni resultado de una “fábula” valorar positivamente los avances en el plano del discurso en pro de una propuesta particularista que subrayaba que, tras 1521, Navarra era un reino diferenciado de Castilla, insistiendo en el carácter de principalidad de la unión de los dos reinos. Ese discurso será defendido desde el reino desde mediados del siglo XVII, pero contó con antecedentes muy anteriores. Será el discurso propugnado por Pedro de Agramont, por Chavier, por Moret y por Alesón en el siglo XVII y principios del XVIII. Será el discurso que culminará en las tesis mucho más radicales de Juan Bautista de San Martín y Navaz de 1777, autor del concepto de Constitución Histórica de Navarra, y de Ángel Sagaseta de Ilurdoz a favor de la participación de las Cortes navarras en el proceso de modificación de la Constitución propia en 1839-1841. Sobre estos dos últimos autores he publicado sendos extensos artículos que en el supuesto de que te interesen, querido Pedro, pongo a tu disposición. Afectuosamente.


domingo, 3 de junio de 2012

SOBRE LA TERRITORIALIDAD DEL REINO DE NAVARRA


Suele ser una práctica habitual de los esencialismos identitarios anclar las identidades a los territorios con el fin de llevarlas al ámbito de lo prepolítico y cosificarlas geográficamente, olvidando que los mecanismos identitarios dependen de la percepción que de sí tiene una determinada población a lo largo del tiempo y que puede no ser estable ni inmutable. Es más correcto hablar de la identidad, o de las identidades en caso de sociedades plurales, de los habitantes o de los ciudadanos. Un territorio no posee identidad ni identidades de por sí sino en la medida en que se la proporcionan sus habitantes en el curso del tiempo mediante procesos de reformulación en los que operan mecanismos culturales.

En la actual confrontación interpretativa sobre 1512, el actual pannavarrismo soberanista y vasquista habla de un reino de Navarra identificado con la versión coyuntural del mismo en la que alcanzó sus mayores dimensiones geográficas y en la que se expandía, además de sobre otros territorios, sobre los territorios de la actual Comunidad Autónoma Vasca. De esa constatación colige no sólo que dicha entidad política supuso en aquel momento la traducción políticoinstitucional de Euskal Herria, al reunir y representar los territorios históricos vascos, sino que el reino navarro, que debe ser identificado precisamente con el de aquellos momentos y no con otras versiones anteriores o posteriores del mismo, debería haber seguido siendo expresión de la territorialidad vasca, incluso hasta al presente, de no haber mediado las amputaciones llevadas a cabo por Castilla en 1175-1200 y que llevaron a Álava, Guipúzcoa y Vizcaya a la órbita castellana.

En el caso de UPN se constata una voluntad explícita de recreación del imaginario navarro por la que las fronteras actuales de Navarra son las que correspondieron con las del antiguo Reino, obviando que éste tuvo límites cambiantes, no sólo en relación con territorios actualmente no navarros, sino incluso con zonas que se tienden a considerar como navarras desde siempre, aún cuando algunas de éstas se incorporaran a la entidad política navarra con posterioridad a que lo hicieran otras hoy en día situadas allende nuestras fronteras. A ese proceso de cosificación responden los carteles de bienvenida que el conductor encuentra al entrar en territorio navarro. Al mismo discurso obedece también la tendencia de presentar como más navarras a aquellas comarcas en las que los postulados navarristas en su vertiente upenista están electoralmente más afianzados. También es preciso mencionar que la insistencia de UPN de presentar a la actual comunidad foral como heredera del antiguo reino engarza con su empeño de diferenciación en cuanto al rango de nuestro status políticoinstitucional, superior al de las demás comunidades autónomas del estado por ser el de éstas producto de una concesión del Estado.

Acerca de esa estrategia de UPN es bien elocuente una anécdota de la que el firmante de estas líneas fue protagonista. Hace diez años, en septiembre de 2002, en la rueda de prensa de presentación de la Historia del navarrismo de la que fuí coautor, junto con Ángel García-Sanz Marcotegui e Iñaki Iriarte López, mencioné, al responder a un periodista, que las manipulaciones presentistas tenían origen múltiple y cité en relación con ello el error en el que había incurrido Miguel Sanz, entonces Presidente del Gobierno de Navarra, al afirmar, en respuesta a la erección de una estatua en honor a Sancho el Mayor en Hondarribia por Udalbiltza, que el gobierno que presidía enmendaría aquella acción tributando un homenaje al mencionado monarca altomedieval en Tudela, el lugar que, según él, le correspondía. Como cualquier lector avisado advertirá, Miguel Sanz, imbuído de la convicción de que Navarra ha tenido unas fronteras inmutables, se confundió de Sancho: Sancho el Mayor nunca reinó en Tudela; sí que lo hizo Sancho el Fuerte que, además, hizo de la capital ribera su ciudad preferida. La prensa de entonces se hizo cargo del asunto, en el caso del Diario de Noticias incluyendo mapas aclaratorios.

El empeño de imaginar Navarra como continuum territorial a lo largo del tiempo se estrella ante la evidencia de las discontinuidades históricas hasta la Baja Edad Media. La Navarra primitiva o Vieja Navarra, que sería el soporte inicial de la primera entidad política propiamente dicha con la que se suele identificar el concepto geográfico que estamos analizando (es decir, el pequeño reino de Pamplona, surgido a mediados del siglo IX de manos del linaje de los Arista, después de toda una centuria en la que las élites locales estuvieron sometidas a la vigilancia musulmana y franca) tuvo contornos mucho menores que los límites de la actual Comunidad Foral. En principio, según la Crónica del Príncipe de Viana, dicho reino parece haber limitado inicialmente su jurisdicción a algunos valles centrales del actual territorio navarro (en concreto, los valles de Goñi, Guesálaz, Yerri, Allín, Amescoas, Lana, Ega, Berrueza y las tierras alavesas de Campezo). Con todo, ya en el primer cuarto del siglo X, la monarquía pamplonesa con Sancho Garcés I señoreaba también sobre espacios del este de Navarra (la zona de Sangüesa), la Ribera Alta de Navarra, sobre la Rioja y sobre la Jacetania aragonesa.

Hasta principios del siglo XII no culminaría el paulatino y gradual proceso de reconquista, demorado durante varios siglos, ajustándose por el sur, con la anexión de la Ribera tudelana, los contornos de la entidad política navarra del momento a la realidad espacial que tradicionalmente, desde entonces, se ha conocido como Navarra. No obstante, aún entonces, e incluso un poco más tarde más tarde, el concepto de Navarra haría referencia a la Navarra primitiva de la que hemos hablado hasta el punto de que en 1237 la ciudad de Tudela consideraba a Navarra como país distinto al suyo. Sólo a lo largo de los siglos XIII y XIV se consolidaría aquel concepto como referente aproximado de lo que hoy conocemos como Navarra.

Además, durante los siglos IX a XII el Reino de Pamplona estuvo presente en amplias zonas del Alto Aragón, así como en la Rioja y en las actuales provincias Vascongadas. Durante el reinado de García Sánchez I (925-970) el Reino de Pamplona se apoderará de gran parte de Álava, arrebatándosela al conde castellano Fernán González. Con Sancho el Mayor (1004-1035) la monarquía pamplonesa reina sobre Guipúzcoa, Vizcaya y Álava, la Rioja y sobre todo el Alto Aragón, así como en zonas de Castilla. Esos mismos territorios fueron los dominados por García IV el de Nájera (1035-1054), con la excepción de los altoaragoneses y algunos de Castilla. El empuje castellano durante el reinado de Sancho el de Peñalén (1054-1076) supuso una primera pérdida de los territorios vascos occidentales, que posteriormente fueron reintegrados en 1127 bajo el reinado de Alfonso el Batallador con quien finalizó una etapa en la que Navarra estuvo unida a Aragón y que comenzó con Sancho Ramírez en 1076. 

Con Sancho el Sabio (1150-1194), con quien termina el Reino de Pamplona por acuñarse con carácter definitivo la expresión Reino de Navarra, y con Sancho el Fuerte (1194-1234) las conquistas castellanas amputarán poco a poco la presencia navarra en el oeste: así, se perderá La Rioja en 1163, la Bureba en 1167, Vizcaya en 1175 y Álava y Guipúzcoa en 1200. De esta forma, desde el reinado de Sancho el Fuerte hasta mediados del siglo XV, el Reino de Navarra estaba formado por nuestra actual comunidad más la extensión de Laguardia por el oeste, así como algunas zonas del País Vasco Francés cedidas por Inglaterra a causa de vínculos familiares y los territorios sueltos dispersados por territorio francés que eran patrimonio dinástico de los diferentes reyes navarros durante la Baja Edad Media, por el norte.



En 1461 la comarca alavesa de Laguardia, en el poniente, quedaría incorporada a Castilla y dos años más tarde, en 1463, los Arcos y su Partido (es decir, los municipios de Sansol, Torres del Río, El Busto y Armañanzas) pasarían a formar parte del reino castellano en virtud de un acuerdo firmado por Juan II de Navarra y Enrique IV de Castilla, no reintegrándose a Navarra hasta 1753.

Dejando de lado los territorios sueltos dispersados por territorio francés que eran patrimonio dinástico de los diferentes reyes navarros durante la Baja Edad Media, por el norte, las fronteras de Navarra sufrirían una merma considerable en virtud del abandono de la Baja Navarra o Merindad de Ultrapuertos por parte de las tropas castellanas en 1530 a causa de las complicaciones que representaba su defensa más allá de la cordillera pirenaica. Ese territorio siguió en manos de la Casa de Albret, la dinastía reinante en Navarra en 1512, momento de la conquista castellana, hasta su posterior integración unos decenios más tarde en la monarquía francesa. Desde 1530 las fronteras de Navarra registraron pocos cambios.

Por lo tanto, durante la Edad Media el reino de Navarra, originalmente de Pamplona hasta el siglo XII, constituyó una entidad política independiente que dominó sobre territorios que fueron variando en el curso del tiempo y que no se correspondieron en determinados momentos solamente con los que menciona el pannavarrismo soberanista y vasquista de hoy en día. El único período en el que Navarra convivió en una misma entidad política con las provincias vascongadas que actualmente conforman la Comunidad Autónoma Vasca fue durante los siglos X, XI y XII. Asimismo, el reino de Navarra estuvo muy unido al Alto Aragón, cubriendo la Jacetania desde el primer tercio del siglo X y Sobrarbe y Ribagorza desde mediados del XI. Ambas zonas serían navarras hasta principios del siglo XII. Tampoco hay que olvidar que la monarquía navarra y la aragonesa estarían unidas en el último cuarto del siglo XI y el primero del XII. Como un eco de ello, los cronistas y autores aragoneses de la Edad Moderna considerarán a Navarra “parte esencial y miembro irrenunciable” de la Corona de Aragón, llegándolo a plasmar en un mapa encargado por la Diputación aragonesa en 1610. Por su parte, la actual La Rioja fue parte de la monarquía pamplonesa desde principios del siglo X hasta 1163, fecha en que fue conquistada irreversiblemente por Castilla. La Rioja llegó a ser epicentro de la monarquía pamplonesa puesto que Nájera fue corte de la misma en el siglo XI, conservándose hoy en día restos de reyes navarros allí.