Uno de los elementos que
más ha marcado al país vasconavarro en los dos últimos siglos ha
sido la violencia política explícita, actuando como factor
importantísimo en relación con la evolución políticoideológica
en general del territorio, así como en relación con el
posicionamiento de las personas ante las alternativas en pugna.
Aunque en la Guerra de la
Independencia los componentes de enfrentamiento interno entre
sectores de la misma población vasca fueron enmascarados por la
violencia exógena de los franceses, en aquella contienda quedó
claramente configurado el discurso contrarrevolucionario que apelaría
a la defensa de la religión católica y de las tradiciones y al
exterminio de los liberales autóctonos. Tras 1814 y la restauración
absolutista después del breve episodio constitucional, se abren las
espitas para la división abierta, conduciendo a diferentes guerras
civiles ciertamente cruentas. Suele advertirse un hilo de continuidad
claro entre la guerra realista del Trienio Liberal (1821-1823) y las
dos guerras carlistas (1833-1839 y 1872-1876), en las que el espacio
vasconavarro fue escenario principal, pero también es cierto que en
cada una de ellas convergieron circunstancias un tanto diferentes que
las individualizan en parte. Por otro lado, la mayor brutalidad, por
su mayor modernidad, de la guerra civil de 1936-1939, en la que
Navarra fue el epicentro de la conspiración de los sublevados, no es
entendible sin la simiente de intolerancia de las contiendas del
siglo anterior. Por último, la espiral de las últimas décadas en
forma de conflicto de baja intensidad (sin que este último elemento
calificativo signifique en absoluto rebajar su carácter salvaje e
inhumano), heredera de la represión franquista durante la Dictadura,
y cuyos agentes principales han sido desde finales de los años
setenta primordialmente la bárbara actividad terrorista de ETA, y
muy secundariamente la violencia del Estado y de agentes
parapoliciales, ha dejado heridas que tardarán tiempo en cicatrizar
en relación con las pérdidas de vidas humanas y las conculcaciones
de derechos humanos registradas.
De cualquier forma,
cuando nos referimos a la cuestión de la violencia política,
queremos considerarla relacionada con dos elementos íntimamente
relacionados con ella y estrechamente ligados entre sí: el de su
prolongación en el ámbito de lo político y de lo ideológico y el
de su recuerdo por medio de la gestión de la memoria.
Acerca del primer
aspecto, el de la extensión de la violencia en el campo de la
política y de las ideologías y en la conformación de cleavages o
líneas de fractura que segmentan políticamente la sociedad,
proyectándose en el tiempo, creemos de gran utilidad sacar a
colación algunas categorías y conceptos acuñados desde la
sociología histórica.
En sus estudios sobre el
conflicto y la lucha política Charles Tilly planteó que las
acciones colectivas generaban identidad y repertorio a los actores en
determinados contextos de oportunidad. El concepto de repertorio se
refiere a un modelo de actuación colectiva validado por la
experiencia acumulada de los actores en cuanto a su practicidad y que
se transmitiría en el tiempo como experiencias vitales
generacionales. Los repertorios más efectivos serían aquéllos que
hubieran conseguido movilizar un número significativo de
participantes con un alto grado de cohesión interna y convencimiento
para comprometerles en el logro de determinados objetivos bien
definidos, consiguiendo además respetabilidad y legitimidad social.
Las acciones colectivas contempladas en esta teorización son muy
amplias: van desde el motín hasta la guerra civil, guerrilla,
conflicto de baja intensidad u otras prácticas de destrucción
coordinada.
A nuestro entender, si
aplicamos todos los conceptos anteriores a las guerras civiles
abiertas registradas en nuestro suelo, así como al conflicto de baja
intensidad de las últimas décadas, podremos comprender mejor la
persistencia de la violencia política en nuestro suelo. En todas
esas dinámicas los alzados contra el poder establecido han
conseguido, en diferente medida según las épocas (pero en cualquier
caso, significativa para cada contexto), un número amplio de
seguidores, cohesionados, convencidos y comprometidos con el
ejercicio de la violencia, logrando además cierta respetabilidad y
legitimidad social. En todos lo casos, además, se ha partido de un
convencimiento: el de las posibilidades de conseguir fines políticos
mediante el empleo de la violencia, fines que resultarían imposibles
de conseguir para esos movimientos mediante las vías parlamentarias
o civiles. Asimismo, la violencia ha actuado como elemento
polarizador de las posiciones políticas en cada momento y ha marcado
a las generaciones siguientes. Y todo eso vale para los carlistas del
siglo XIX, los carlofascistas de 1936 e incluso para la izquierda
abertzale de finales del siglo XX y principios del XXI. De todos
ellos, los sublevados de 1936 salieron ciertamente triunfantes,
constituyendo un modelo a seguir para aquéllos persuadidos de la
rentabilidad política de la violencia por los increíbles réditos
que sacaron del ejercicio de la misma: los falangistas, por ejemplo,
de ser un partido políticamente marginal en febrero de 1936 pasarían
a regir el Estado español durante cuarenta años, un caso del que no
existen muchos otros parangonables a escala mundial. Por otra parte,
aunque algún lector pueda pensar que la analogía que planteamos no
es acertada, le animaríamos a meditar sobre las maneras concretas de
proceder de unos y de otros: siempre el recurso a la violencia para
el logro de objetivos políticos conlleva unas estrategias parecidas
de movilización del bando propio y de conformación del adversario.
La gestión de la memoria
de la violencia política es, como es sabido, un tema de gran
actualidad en el terreno de lo político. Desde la consideración del
historiador que ha investigado la masacre que se registró en Navarra
en el verano y otoño de 1936 y que cada vez descubre datos nuevos
sobre la misma y como miembro de esta sociedad que abomina del dolor
y del sufrimiento de la violencia de estas últimas décadas,
generada mayormente por ETA, no compartimos el triple reduccionismo
que se suele hacer del tema.
En primer lugar, el
reduccionismo de quienes quieren circunscribir la cuestión de la
gestión de la memoria de la violencia política a determinados arcos
temporales, bien al de la guerra civil y el franquismo, bien al
posterior a 1975. A nuestro juicio, deberíamos enfocar todo el
periodo posterior a 1936 en cuanto que constituye el marco vital y
experiencial de cohortes generacionales todavía vivas y en cuanto
que el recuerdo/olvido de la violencia de la guerra civil y la
dictadura sigue siendo todavía una asignatura socialmente pendiente.
En segundo lugar, el
reduccionismo de quienes limitan la gestión de la memoria de la
violencia política a las víctimas directas. Es verdad que las
víctimas directas y sus familiares deben de constituir el núcleo
central de atención en las labores de reconocimiento y reparación
de su sufrimiento en todos los planos, desde el historiográfico y
mediático hasta el moral y el político. Ahora bien, convendrá
asimismo recordar a quienes, sin haber perdido la vida, tuvieron o
han tenido que actuar de un modo no voluntario a causa de las
amenazas y sufrieron o han sufrido ultrajes y perjuicios, así como
conculcaciones de sus derechos. De cualquier forma, siempre habrá
que tener en cuenta que en el caso de los 3.000 navarros asesinados
en 1936, un tercio de los cuales sigue en fosas comunes, su misma
identificación fue fruto del trabajo desinteresado hace más de tres
décadas de un pequeño número de personas que actuaron totalmente
al margen de los poderes públicos, sin que éstos se colocasen
entonces a la altura de las circunstancias.
En tercer lugar, el
reduccionismo de quienes olvidan en la gestión de la memoria de la
violencia política a los verdugos. Aunque existe un porcentaje de
asesinados en los que la responsabilidad no está aclarada y la
acción de la justicia no ha sido igual de contundente y de severa
con las conculcaciones de derechos producidas por agentes del Estado
o por mercenarios del mismo, la mayoría de los asesinados por
motivaciones políticas de las últimas décadas han sido objeto de
resarcimiento a través de procedimientos penales que han implicado
castigos a los culpables. Los asesinos de la guerra civil y de la
Dictadura, en cambio, han gozado de impunidad no sólo jurídica,
sino también historiográfica: a causa de la destrucción deliberada
de documentación sólo indiciariamente podemos llegar a ser capaces
de delimitar las diferentes responsabilidades a distintos niveles de
una represión de la que no cabe dudas de su naturaleza metódica y
exhaustiva, así como las características de la cadena de mando que
terminaba en los miembros de los escuadrones de la muerte.
Una consideración
integral de la violencia política en el plano analítico ayuda a
entender mejor cuestiones ciertamente complejas: desde cómo
funcionan los mecanismos de socialización, de legitimación y de
ocultamiento de la práctica de una violencia política bárbara
hasta cómo se efectúa la gestión de la memoria y del olvido por
parte de las instituciones, las familias, los grupos y las personas.
Asimismo, tal enfoque global dificulta el mantenimiento de actitudes
incívicas y escapistas como las de aquéllos que persisten en el
negacionismo o en la subestimación de las responsabilidades de los
ideológica o familiarmente próximos en la generación de
sufrimiento al adversario político.
De cualquier forma, la
gestión de la memoria de la violencia política entendida en sentido
omnímodo no puede ser sólo responsabilidad de las instituciones,
sino que ha de descender también al plano de la sociedad civil e
incluso de las personas. La sociedad en su conjunto ha de valorar la
necesidad del ejercicio del derecho a la memoria de aquella
violencia. De la misma manera, todos debemos de compartir la noción
de deber de memoria, pese a quien pese y cueste lo que cueste.
Contrariamente a Malcolm
Lowry, quien en un pasaje de su más célebre novela hacía que el
protagonista se preguntara en el curso de un monólogo interior cómo
convencerá la víctima al asesino de que no ha de aparecérsele, un
interrogante recordado por muchos otros autores, nuestra sociedad no
podrá liberarse de las rémoras más dolorosas de su pasado hasta
que los fantasmas de la violencia política, y con ellos la
pretensión de que el ejercicio de la misma sirve para la imposición
de proyectos políticos, consigan definitivamente desvanecerse.
Una reflexión interesantísima sobre el curso histórico de la violencia en el espacio vasco-navarra. No deja de sorprenderme el hilo conductor que detectas en acontecimientos aparentemente "disociados", y si le damos la vuelta al concepto de "repertorio" me pregunto por algún tipo de proyección sobre lo "predecible" del devenir histórico de los pueblos. Por lo demás me congratulo por la contribución del artículo con ese deber de memoria con la violencia política "in extenso", tan menospreciado por la derecha política española.
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