A pesar de poner el
acento, sobre todo, en el proceso de conquista de Navarra por parte
de Castilla de los años 1512-1521 y de no pormenorizar demasiado en
las características del nuevo status político-institucional en el
seno de la monarquía hispánica, uno de los elementos nucleares del
actual pannavarrismo soberanista y vasquista de los últimos veinte
años (y que, en cierta forma, lo diferencian de algunas versiones
previas del mismo) es su interpretación radical, en línea con su
soberanismo, de que aquel proceso inauguró una etapa absolutamente
negativa de subordinación y sometimiento de la que nada debe ser
rescatado ni recordado. Además, esa postura se complementa con otras
consideraciones fuertes e indubitadas: a la de que el Reino de
Navarra sería un Estado consolidado con un desarrollo institucional
inmaculado se añaden la de la vigencia de un patriotismo inequívoco,
entendido a la manera moderna, que explicaría la dura resistencia
ofrecida por algunos sectores al ataque castellano y la de la
existencia de un volkgeist traducido políticamente en una
evidente vocación de reunir y representar los territorios históricos
vascos, frustrada en 1175-1200 por la voracidad imperialista
castellana. Por otra parte, a través de una línea de difusión de
los mensajes que tiene más que ver con el agit-prop que con
la historiografía convencional también se advierte en aquella
corriente una clara tendencia autodefensiva de rechazo de las
críticas mediante el recurso de achacar a éstas un origen espúreo
e interesado al servicio del poder español o del navarrismo
upenista. En este sentido, es llamativo el esfuerzo por presentar el
proceso de conquista como ilegal, coercitivo y violento como si estos
caracteres fueran negados por los demás autores.
Desde nuestro punto de
vista, las afinidades sentimentales que puedan sentirse por la
pérdida de la condición de reino soberano y de estatalidad de
Navarra no pueden hacernos caer en el panegírico de la situación
previa y en la refutación absoluta de todo lo posterior, máxime
cuando una multiplicidad de aspectos desarrollados en el periodo
inaugurado tras 1512-1521, y que han constituído elementos nucleares
de los discursos que trataron de defender la singularidad de nuestra
tierra frente a los intentos homogeneizadores del poder central a lo
largo de todo el periodo que llega hasta 1839-1841, han permanecido
en el imaginario de muchos navarros, no sólo del navarrismo
españolista sino también del nabarrismo euskaltzale, desde finales
del ochocientos hasta la actualidad.
Ciñéndonos por razones
de espacio al ámbito de lo políticoinstitucional y de los discursos
a él asociados creo equivocado el rechazo sin más de todo lo
posterior a 1521. Más allá de la consideración crítica que pueda
merecer el cambio de status de reino independiente a reino dentro de
la monarquía hispánica, resulta necesario valorar adecuadamente la
progresiva articulación de unos argumentos de naturaleza ciertamente
variada que incidirán en la conformación de una corriente
ideológica referida a las relaciones entre el reino navarro y la
monarquía española en términos de pactismo bilateralista y que
dará señales de vida muy tempranas, consiguiendo logros nada
despreciables, sobre todo en el terreno de las realidades
institucionales, ciertamente trascendentales. El nuevo marco político
institucional en el que se desenvolvió el reino de Navarra a partir
de 1512 dio lugar a la introducción de diferentes innovaciones
institucionales que en parte fueron producto de la conquista (la
figura del virrey y las transformaciones registradas por el Consejo
Real), pero que también fueron ocasionadas de forma llamativa por un
desarrollo mucho más profundo que el registrado hasta entonces por
instituciones ya existentes de gran importancia tales como las Cortes
y por el surgimiento de otras, como la Diputación permanente, hasta
finales del siglo XVI non nata. Y es que conviene recordar que
el ordenamiento institucional navarro de principios del siglo XVI era
bastante inferior, por ejemplo, al de los territorios de la Corona de
Aragón ya que el reino de Navarra carecía de diputación permanente
(que tampoco existía en Castilla) y sus cortes tenían menos
competencias.
Tampoco hay que olvidar
que el periodo abierto tras 1512 se caracterizó por una gran
actividad creativa también en el aspecto doctrinal. Frente a las
tesis que servían al afán asimilador del poder central castellano a
partir de la refutación de los elementos de diferenciación del
reino navarro, poniéndolo bajo la dependencia de las monarquías
antecesoras del reino castellano y remarcando la soberanía sin
cortapisas de los reyes absolutos de la monarquía hispánica de la
Edad Moderna, se alzó una propuesta particularista que subrayaba
que, tras 1512, Navarra era un reino diferenciado de Castilla,
insistiendo en el carácter de principalidad o entre iguales de la
unión del reino navarro con el castellano después de aquella fecha,
fundamentándose en un concepto de soberanía limitada de la
autoridad regia a causa de la obligación de ésta de contar con el
consenso de las Cortes navarras.
Las instituciones
navarras, cada vez con más poder reclamatorio por las mayores
competencias conseguidas por las Cortes o por la Diputación gracias
a las concesiones explícitas de los Austrias y al aprovechamiento de
cualquier resquicio u oportunidad por aquéllas en el caso de las no
explicitadas, protagonizaron una relectura vivificante de las
disposiciones del Fuero General en una continua interpretación dúctil. A su
vez, las instituciones navarras se retroalimentaban positivamente de
dicha relectura creativa mediante una lógica jurídica en espiral
fundamentada en la incorporación progresiva a su discurso
jurídico-político de las reclamaciones y de las leyes obtenidas del
monarca que permitían interpretar aquél en la dirección más
conveniente para el reino.
Conceptualizar todo ello
como argumentos discursivos propios de UPN nos llevaría en último
extremo a un desenfoque descomunal: el de alinear indebidamente a
personajes de señalado compromiso con el autogobierno de Navarra
como el tiebastarra Juan Bautista de San Martín y Navaz o el
pamplonés Ángel Sagaseta de Ilurdoz, sólo porque no se atrevieron
(?) a ir más allá de la defensa de una solución radicalmente
pactista con la monarquía española, aún cuando el segundo de
ellos llegaría a ser el principal denunciante de la forma en que
llevaría a cabo el proceso de modificación de fueros, siendo
incriminado en la intentona de octubre de 1841, la única ocasión en
la que se reivindicó con las armas la reintegración foral plena.