El día 5 de este mes
Antoni Gutiérrez-Rubí planteaba que las últimas
provocaciones en relación con la lengua catalana del ministro de
Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert Ortega, obedecían
a una estrategia de fondo, no a un mero movimiento improvisado e
individual. Personalmente, estoy sólo parcialmente de acuerdo con el
mencionado experto en comunicación política. Comparto su idea de la
existencia de una estrategia planificada colegiada por parte del
Partido Popular con la finalidad de conformar determinados escenarios
políticos en el futuro, así como su percepción sobre las
consecuencias y riesgos para la convivencia del enfoque adoptado por
Wert en relación con las lenguas cooficiales, sobre todo en un
momento en el que echar leña al fuego a la cuestión catalana es
ciertamente peligroso. Ahora bien, disiento de la perspectiva que
plantea que Wert sería sólo un histrión que verbalizaría
argumentos ajenos. Desconociendo su peso real dentro del gobierno y
dentro del partido que le sostiene, que aparentemente no puede ser
excesivo, no creo que sea un francotirador espontáneo. Se suele
olvidar su amplia trayectoria desde 1977 dentro de las filas de la
derecha, su militancia en UCD hasta 1982, los puestos de
responsabilidad política que desempeñó, y su militancia en el PDP
desde 1983, partido éste, en colación con AP y UL, por el que fue
concejal en Madrid y diputado. Además, quiero llamar la atención
sobre su papel de ideólogo de cabecera, que iría mucho más allá
del de agitador a la búsqueda de titulares impactantes, en la medida
en que es autor de un documento relativamente importante en el que
cuestiones como la reforma territorial y los cambios en política
social y educativa aparecen fuertemente imbricadas, consignándose
asimismo reflexiones de base relacionadas con la necesidad de
alteración de muchos elementos axiológicos de la sociedad española.
El documento al que me
refiero se denomina Los españoles ante el cambio y fue publicado en
febrero de este año por la Fundación FAES, el think tank del
Partido Popular, pudiéndose descargar de su página web. Fue escrito antes de ser
nombrado ministro y puede entenderse como un auténtico manifiesto en
el que, mezclándose ultraliberalismo y neoconservadurismo, se
propugna aprovechar las circunstancias de la crisis para inducir una
transformación profunda del Estado y de la sociedad españolas. Ha
recibido loas, entre otros, del navarro Santiago Cervera, ahora
diputado en Cortes por Madrid del PP, quien se ha sentido
identificado con Wert por las bajas calificaciones que recibe en las
encuestas, algo a lo que aquél estaría ya acostumbrado en Navarra
tras su larga trayectoria política.
En el preámbulo del
libro se afirma que la finalidad del mismo es, a partir de “una
reflexión ordenada” acerca de la sociedad española, “servir de
pauta a un debate más amplio sobre los desafíos de nuestro país”
en el difícil contexto actual considerado como “un cruce de
caminos histórico, de cuya respuesta al mismo va a depender su
devenir en los próximos y decisivos años”. La estructura misma
del documento en su parte principal (el primer capítulo está
dedicado a la cuestión territorial e identitaria, el segundo a la
crisis del estado del bienestar, el tercero a los valores personales
y sociales y el cuarto a la política) obedece a un propósito claro
de dirigir al lector hacia las opciones de actuación que se plantean
en cuanto que el marco interpretativo o frame de interpretación de
la realidad que se propugna apela con fuerza desde el inicio a
aspectos en los que la emotividad resulta fácilmente suscitable.
Puestos de relieve en primer lugar los problemas identitarios
causados por los nacionalismos periféricos, a partir de ahí resulta
fácil predisponer al lector, de antemano altamente predispuesto si
es consumidor habitual de los productos de FAES, a favor de las tesis
que se presentan después sobre el carácter ruinoso del estado
autonómico o el dispendioso del estado de bienestar español.
Añadiremos también que las argumentaciones están acompañadas de
datos estadísticos en su mayor parte tomados de encuestas, sin que
aquéllas sean sopesadas o ponderadas con otros datos estadísticos
de índole mucho más incontestable que contribuyan a dimensionar las
cuestiones a debate en su magnitud auténtica, con el objetivo de que
el relato que se propone sea aceptado de forma acrítica. Por
consiguiente, como veremos, el análisis adolece de una excesiva
carga retórica.
En la parte dedicada a
“Identidad, nación, autonomías” se afirma que los problemas
identitarios en España están provocados exclusivamente por los
sentimientos particularistas motivados por los nacionalismos
periféricos. Los sentimientos duales de pertenencia, de apego
“armonioso” a la comunidad autónoma respectiva y a la nación
española, están generalizados con la sola excepción de tres
comunidades: Cataluña, País Vasco y Navarra. La inclusión de
nuestra comunidad en tal nómina justificaría esta entrada por ser
los navarros concernidos como problemáticos y objeto de diagnóstico
y tratamiento. Mientras en el conjunto de España el 60% de la gente
considera a España “su país” (lo que constituiría la forma más
fuerte de identificación emocional-racional, frente a otras
variantes menos comprometidas como “una nación de la que me siento
miembro”, “un país del que soy ciudadano”o “un país
compuesto por varias nacionalidades y regiones”, o totalmente
descomprometidas como “un Estado al que mi país no pertenece”),
en Cataluña esa identificación fuerte la comparten el 34,7% de los
ciudadanos, en Navarra el 34,9% y en el País Vasco apenas el 21%.
Asímismo, frente a una actitud favorable al reconocimiento al
derecho de secesión de las Comunidades Autónomas, que sería
inferior al 2% en el conjunto de las demás Comunidades, en Navarra,
esa actitud la suscriben el 13%, en el País Vasco el 21,9% y en
Cataluña el 23,6%. Por último, mientras en el conjunto de las demás
Comunidades menos del 8% dice sentirse “poco” o “nada”
orgulloso de ser español, en Navarra ese sentimiento de distancia
afectiva lo suscriben el 26%; en Cataluña, el 29,4%, y en el País
Vasco, el 40,3%.
Bajo todo lo anterior
Wert concluye, que aunque “la sociedad española no presenta ni
mucho menos un cuadro de
desintegración que se pueda comparar al de otras sociedades que en
el pasado reciente han experimentado procesos de fragmentación
violentos (como la antigua Yugoslavia) o más o menos pacíficos y
pactados (como la antigua Checoslovaquia) o que se enfrenten ahora a
un riesgo de fragmentación (como Bélgica)”, “no puede
desconocerse que en España es necesario encontrar una forma de
canalizar esas pulsiones de desintegración –por limitadas o
selectivas que sean– antes de que las mismas se enquisten más
dañinamente en la convivencia”. Es de pensar que esas
consideraciones, realizadas varios meses antes de la reciente
dinámica catalana, se hayan reforzado en el ánimo del ministro
durante los últimos tiempos, tal y como ha tenido ocasión de
verbalizar.
Sin embargo, no son
aquellas tres comunidades el único foco de preocupaciones del
sociólogo metido a teórico del Partido Popular. Otra fuente de
problemas es la misma organización autonómica del Estado en sí ya
que además de haber agravado los problemas de las nacionalidades
históricas, ha generado “una dinámica de emulación entre
Comunidades potencialmente desintegradora”. Por un lado, se ha
asistido a la inclusión en la agenda de las sociedades políticas
del País Vasco y Cataluña, a causa sobre todo de la labor de las
élites nacionalistas, de conceptos ligados al soberanismo explícito
(en el caso de la segunda comunidad porque el PSC habría hecho una
labor de “tonto útil”, al decir de Wert), con lo que “la vieja
referencia orteguiana de la “conllevancia” como estrategia a
aplicar en las relaciones con Cataluña (y habría que añadir en la
perspectiva actual al País Vasco) se está poniendo muy difícil”.
Por otro, la dinámica de emulación negativa habría “arrastrado
a otras Comunidades a buscarse a sí mismas exaltando su
particularismo, inventando identidades y jugando con las palabras al
borde del precipicio”.
Con el apoyo de datos
demoscópicos que asegurarían que “por primera vez desde el
comienzo de la Transición encontramos encuestas en las que hay una
proporción significativa de gente que creen excesivo el grado de
autonomía transferido a los gobiernos autonómicos” y que habría
porcentajes importantes de ciudadanos que desearían menores niveles
de autogobierno para su comunidad, Wert menciona que la necesidad de
reflexionar sobre la sostenibilidad del actual modelo territorial
estaría obstaculizada por la existencia “de unas élites políticas
celosas de lo conseguido y, probablemente, resistentes a cualquier
redimensionamiento a la baja del tinglado institucional construido y
del soporte competencial que lo sostiene”. Esas élites no se
encontrarían sola, ni principalmente, en los partidos de identidad
nacionalista, ya que también estarían ubicadas en los partidos
nacionales y, por supuesto, también en los partidos regionalistas
como UPN. Para el ministro de educación la reforma del modelo
territorial, “sin necesidad a priori de una reforma constitucional,
pero sin descartarla si fuera imprescindible”, debe hacerse por
motivos de economía y eficacia y porque, en definitiva, “es
preciso podar la fronda político-administrativa que se ha ido
creando en las Comunidades Autónomas, con estructuras de
mini-Estados que no es posible –ni útil– mantener”, urgiendo
para ello el acuerdo de los dos grandes partidos nacionales. Puede
pensarse que todo este análisis, en el que se marginan y obvian
todos aquellos elementos distorsionadores, sobre todo el despilfarro
y la corrupción generalizadas en la mayoría de las comunidades
autónomas, sobresaliendo entre ellas las gobernadas por el Partido
Popular, que han convertido en inviable el estado autonómico (y que
harían inviable cualquier otro modelo, fuera centralizado o mixto),
ha sido el que ha pautado la actuación política del Gobierno del
PP. Al decir de Pérez Royo, el Gobierno de Rajoy “con mayoría
absoluta, en lugar de considerar que el derecho a la autonomía puede
ser un instrumento de gobernabilidad, vive el ejercicio de tal
derecho como un obstáculo para la acción del Estado”,
instalándonos “en un momento desconstituyente, en el que se está
procediendo a derribar lo que se construyó con base en el clima
constituyente de 1978-83”, por medio del “uso abusivo del
decreto-ley”, y con la puesta en marcha, con el pretexto “del
conflicto con Cataluña”, de una agenda, no reformista sino
reaccionaria, en todos los terrenos. Cabe concluir, por tanto, que la
campaña centralizadora, de la que hemos conocido los primeros
avances por medio de la intervención competencial mediante norma
superior y que terminará afectada a parcelas importantes del
autogobierno autonómico y, por extensión, a expresiones más
específicas y singulares como el régimen fiscal concertado
vasconavarro, encuentra sus primeros anclajes teóricos en las tesis
wertianas.
Acerca de la crisis del
estado de bienestar, Wert asegura que la sociedad española “por
razones que sería no solo compleja sino probablemente imposible de
enumerar aquí por falta de espacio, responde más que ninguna otra
de aquellas con las que la podamos comparar a lo que yo he llamado en
alguna ocasión el síndrome estatal asistencialista”, según la
cual “el Estado es el responsable del bienestar de todos y cada uno
de los ciudadanos”. Dicha concepción estaría profundamente
arraigada en España frente a la opción intermedia
conservadora-corporativa o frente a la opción extrema liberal “que
dice que los ciudadanos son esencialmente responsables de su propio
bienestar y es a ellos a quienes les toca garantizarlo y asegurarlo”.
Las encuestas mostrarían que aquella concepción sería mucho más
generalizada en España que en cualquier otro país occidental,
yendo, además, en aumento en los últimos años y estando presente
en todas las cohortes generacionales y entre los simpatizantes de
todos los partidos. Todo ello constituiría un evidente obstáculo de
cara la implementación de las ineludibles reformas que habría que
acometer dada la obvia, según Wert, inviabilidad del sistema de
política social en España, en especial de cara al futuro dado el
creciente envejecimiento de la población española. A su juicio, “es
precisa alguna forma de nuevo contrato social que redefina la
solidaridad intergeneracional sobre bases posibilistas y realistas,
atentas a las nuevas realidades demográficas que la condicionan más
allá de lo ideológico, del voluntarismo o de las buenas
intenciones”.
Resulta sorprendente que
en todo el enfoque wertiano se hable de recortar el estado de
bienestar español y se silencien absolutamente los datos relativos a
las características del mismo, entre los que sobresalen, tal y comoha recordado repetidamente Vicenç Navarro, su escasa financiación y
desarrollo. España tiene el gasto público social, tanto por
habitante como en relación al PIB, más bajo de la UE-15 (el grupo
de países de semejante desarrollo económico al español). Por otra
parte, España se gasta en el Estado del bienestar mucho menos de lo
que debería gastarse por su nivel de riqueza: con un PIB per cápita
del 94% del PIB per cápita promedio de la UE-15, se gasta en su
Estado del bienestar sólo el 74% de lo que se gasta el promedio de
la UE-15. Los problemas del estado del bienestar español no son, por
tanto, derivados de su hipertrofia, sino de un recaudación fiscal
muy deficiente a causa de un fraude fiscal, en especial de las rentas
superiores y de las grades empresas, que alcanzaría un montante,
estimado por el citado profesor, de 44.000 millones de euros al año.
Teniendo en cuenta todos esos datos las percepciones subjetivas de
los ciudadanos españoles en pro de un estado asistencialista serían
producto de una enorme ansía de lo imposible o de una dramática
distorsión cognitiva, habida cuenta del exigente esfuerzo fiscal
exigido a los asalariados y clases medias, en sensible aumento en los
últimos años, en especial a partir de la toma de posesión de
Mariano Rajoy.
En relación con los
valores personales y sociales, por último, Wert llama la atención
sobre “el acusado pluralismo axiológico” asentado en la sociedad
española tras 1975, así como la situación de desconcierto que vive
la misma en ese ámbito debido a que el vacío prescriptivo dejado
por la Iglesia no ha sido “rellenado con otras alternativas
–sistemáticas o no– de valores”. Además, la sociedad española
se caracterizaría, a tenor de las preferencias denotadas por las
encuestas, “de un patrón cultural muy vitalista y presentista, una
cultura del carpe diem, desentendida de lo social-abstracto y más
atenta al disfrute que al sacrificio”, advirtiéndose entre los
jóvenes “una cierta ruptura del vínculo entre el trabajo (y
extensivamente, el esfuerzo y el sacrificio) y el logro (en su
dimensión más mostrenca, al menos, la del bienestar económico)”.
Esas valoraciones pecan, a nuestro juicio, de ahistóricas y
esencialistas ya que presentan los presuntos valores anteriores a
1975 como no afectados por la influencia de los elementos de
aculturación política y religiosa del franquismo o por la misma
situación de mayor pobreza relativa, en todas las esferas, de los
ciudadanos españoles de los años sesenta y setenta. Asimismo,
creemos que se olvidan de la doble moral imperante durante la
dictadura franquista, tanto entre las élites como en muchos ámbitos
de la sociedad española, sobre una pluralidad de cuestiones. También
convendría recordar que, en todo caso, el hedonismo, el acriticismo
y la cultura consumista han sido profusamente difundidos como pautas
a imitar por los jóvenes españoles desde los nodos centrales del
sistema, en especial en los últimos lustros, y que, de cualquier
forma, grupos y personas afines al Partido Popular, también son
profundamente responsables de la catastrófica situación del país
por su querencia hacia el enriquecimiento súbito mediante fórmulas
que nada tienen que ver con la cultura del esfuerzo, sino más bien
con la de la corrupción pura y dura.
Como causas últimas de
las actitudes de la sociedad española en relación con los valores,
Wert apunta hacia la pérdida de peso de la familia y de la escuela
como elementos transmisores de valores. En el caso de la familia
apela a la incidencia “del cambio en los roles familiares que la
incorporación masiva de la mujer al trabajo fuera del hogar supone”,
ya que “más trabajo de la mujer fuera de casa no significa, ni
mucho menos, desatención a los hijos y a su educación, pero sí
implica una dedicación cuantitativa menor a todo ello”. En el caso
de la escuela, “el modelo educativo imperante –más aun desde su
radical descentralización– por encima de su mediocre rendimiento
en la función de transmisión de conocimientos, como acreditan
persistentemente las comparaciones internacionales, lleva a que
prevalezca –especialmente en el gestionado públicamente– un
práctico desistimiento de la función de transmisión de valores o,
quizá dicho de modo más preciso, la idea de que debe inculcarse en
los educandos el concepto de que los valores –especialmente en lo
que se refiere a las orientaciones de moral individual– banalizados
en el concepto de estilos de vida son todos igualmente aceptables”.
Sobre la hipotética incidencia de la incorporación masiva de la
mujer al trabajo en las últimas décadas, basta señalar que, de ser
cierta, incriminaría, sobre todo, a la incapacidad de las parejas
de sexo masculino de las mujeres trabajadoras de cara a asumir los
roles compensatorios normales propios de la época y de la situación.
Sobre los comentarios referidos al sistema educativo, vuelven a estar
ausentes elementos de ponderación objetiva, como la inversión en
relación con el PIB, que explican una parte sustantiva del fracaso
escolar en España. Tampoco se mencionan otros más ligados al
modelo económico de bajo capital humano y basado en la construcción
que fue potenciado en la segunda mitad de los años noventa por el
Partido Popular y que fue continuado a partir de 2004 por los
gestores socialistas. Como es ampliamente conocido, con el boom del
ladrillo, jóvenes que ganaban en la construcción más de 2.000
euros al mes abandonaron tempranamente sus estudios y ahora, carentes
de formación, están abocados al paro de larga duración con el BMV
o Audi estacionado a la puerta porque no tienen dinero para
combustible ni compradores de segunda mano.
Para finalizar, en el
apartado de conclusiones se remarca el carácter de la crisis
económica actual como oportunidad “para tomar impulso como país y
como sociedad” y se alude a que “hay que retomar –o refundar–
el vínculo nacional y el vínculo social debilitados respectivamente
por errores políticos y falencias sociales de distinto tipo”. Para
ello, las reformas necesitan de una labor previa, de construcción de
“un relato de sacrificios compartidos y de sacrificios con
sentido”, todo ello compatible con la circunstancia de que el
Partido Popular no necesitaba (recordemos que el texto fue escrito
antes de las elecciones de noviembre de 2011) comprometerse con un
programa explicitado puesto que “es mejor afrontar la crítica a la
inconcreción que el repudio al incumplimiento” y “la próxima
legislatura va a ser muy dura y muy exigente para el futuro Gobierno
y bastante lastre va a llevar en todo caso como para necesitar
ponerse él mismo más cargasobre los hombros. Asimismo, se debe
ampliar la mirada de la ciudadanía, en un esfuerzo de corrección de
“las limitaciones de comprensión de las interdependencias
globales”, de su “provincianismo en la lectura del fenómeno de
la globalización” y de su percepción “insuficiente o sesgada de
las implicaciones de la pertenencia a un espacio económico
supranacional como el de la Unión Económica y Monetaria”. A
diferencia de otros sociólogos de otros países, que también han
tratado de desarrollar una función similar de consejeros aúlicos de
los gobernantes nacionales, pero que han avisado de las consecuencias
negativas del proceso de globalización para las sociedades propias,
Wert se muestra absolutamente acrítico con el mismo, como si la
economía española, muy débil estructuralmente y más debilitada
todavía por efecto de la política económica seguida en los últimos
quince años y por las decisiones de los ultimísimos años,
estuviera en posiciones de concurrencia perfecta frente a otros
países.
Wert finaliza su texto
reclamando la reforma educativa y la reforma territorial. Sobre la
primera, los argumentos son ya conocidos por el lector a través de
la prensa: resultados pobres en las comparaciones internacionales
sobre rendimiento académico de nuestros jóvenes, bajo nivel de
conocimiento de inglés, escasa calidad de la enseñanza
universitaria, primacía de la organización del sistema y de los
valores educativos sobre los recursos a invertir como factores a
tener en cuenta, falta de compromiso con el esfuerzo y el mérito y
complacencia con el fracaso y la mediocridad. A la luz de todo ello,
resultan fáciles de entender los contenidos que se van conociendo de
su propuesta en nueva ley de educación basados en la potenciación
de la escuela concertada y en el ataque a la escuela pública.
Seguirían siendo, en cambio, difíciles de entender, por no
verificables en relación con los objetivos de reforzamiento de los
valores morales e identitarios preconizados por el ministro, las
razones de fondo de la eliminación de la asignatura de Educación
para la ciudadanía, la defensa de la Religión como
optativa, el blindaje de la concertación religiosa y de la
segregación por sexos o el descrédito de los modelos bilingües o
trilingües que parten de un idioma vehicular diferente al
castellano. Aunque retóricamente puedan entenderse, a la luz de sus
consideraciones sobre la necesidad de reforzar los elementos de
aculturación identitaria propios del nacionalismo español, sus
propuestas de reducción de la autonomía de las CCAA a la hora de la
fijación de contenidos y de imposición de otros dictados desde
Madrid, la experiencia histórica dicta que los empeños en
adoctrinar ideológicamente desde la escuela, sea en la esfera
identitario como en la axiológica, suelen chocar con una realidad
mucho más poliédrica, no resultando operativos más que allá donde
el contexto es altamente coincidente y siendo, a la larga, germen de
problemas por su afán de simplificación.
Acerca de la reforma del
estado autonómico, “racionalizar el Estado multinivel suprimiendo
la miríada de duplicaciones, solapamientos e ineficiencias del
mismo” es para el ministro “algo imprescindible y urgente”
porque “tenemos una Administración antieconómica no sólo por lo
que cuesta, sino por lo que entorpece la vida económica y social”
ya que “fenómenos como la hiperlexis, la multiplicidad
reglamentaria, las contradicciones normativas, las intervenciones
administrativas múltiples, perjudican la actividad económica y
atentan contra la unidad de mercado”. Para esta última reforma,
haría falta “un sólido acuerdo político entre los partidos
nacionales y un compromiso honrado también con los partidos
nacionalistas y con las sociedades en las que aquellos se han
arraigado”, si bien “la búsqueda de esos compromisos no puede
enervar eternamente la acción”, con lo que, aunque “esta reforma
será mucho mejor con ese acuerdo”, “la falta de él no puede ser
excusa para abordarla”.
Un documento, en
definitiva, imprescindible para entender las claves últimas de la
actuación política del gobierno popular. Si bien las ideas de fondo
inclinan a pensar que estamos ante un mero aggiornamento, no
excesivamente intenso, de los mensajes de siempre de la derecha
española, la agenda mencionada anima a pensar que la derecha
española quiere protagonizar un segundo intento, truncado el de
Aznar, de corrección de todas aquellas cuestiones con las que tuvo
que transigir a finales de los setenta y que, tras evaluar la
correlación de fuerzas que puedan oponérsele, no sólo no duda en
optar por la confrontación, sino que estima como más conveniente un
escenario de polarización.
No hay comentarios:
Publicar un comentario