viernes, 27 de abril de 2012

MAGNITUD ABSOLUTA Y RELATIVA DE LA LIMPIEZA POLÍTICA FRANQUISTA.



En estos días en que conmemoramos el bombardeo de Gernika, queremos traer a colación la magnitud de la limpieza política franquista tanto en su consideración global como en lo que respecta a Navarra, expresada tanto en términos absolutos como en términos relativos.

Las estimaciones más ajustadas en términos cuantitativos acerca de la magnitud de la represión franquista en el conjunto del Estado hablan de 100.000 asesinados durante la guerra, otros 50.000 asesinados desde el final de la guerra hasta 1949, 500.000 presos en cárceles y campos de concentración y 450.000 refugiados en los primeros tres meses de 1939. Unas cifras ciertamente espectaculares y ante las que no caben matizaciones.

Prosiguiendo con las cifras absolutas, los datos de algunas provincias, por su carácter mayúsculo, siguen invitando a la reflexión sobre el significado de lo vivido y sobre la legitimidad del movimiento de recuperación de la memoria de aquellas víctimas. Los 9.500 asesinados en Córdoba, los 8.000 de Sevilla, los 7.000 de Málaga, los 6.500 de Zaragoza, los 6.000 de Asturias, los 5.500 de Huelva, los 5.000 de Granada, los 3.700 de Toledo, son, teniendo en cuenta que en el listado de base (tomado de “Apéndice. Las cifras. Estado de la cuestión”, en JULIÁ, S. (Coord.), Víctimas de la guerra civil, Temas de Hoy-Colección Booket, 2006, pp. 407-413) faltan los datos de algunas provincias como Madrid o Barcelona en las que la represión tuvo que ser de muchos miles, francamente espeluznantes. La circunstancia de que en lo que queda de artículo manejemos, sobre todo, valores relativos, con el fin de ponderar comparativamente las cifras de Navarra no deben, a pesar de todo, hacernos olvidar lo tremebundo de los números absolutos de la represión en muchas provincias ni el hecho de que la tragedia fue ubicua.

Pasando ya a una escala comparativa, en el análisis geográfico de esa represión, Navarra, epicentro de la conspiración contra la República, ocupa una posición especial. Aunque si utilizamos indicadores toscos de la misma, los valores navarros no son sobresalientes, sí que aparecen como tales cuando empleamos tasas más refinadas, tal y como hemos efectuado en nuestras investigaciones acerca de la materia y presentes en el libro Sartaguda 1936. El Pueblo de las Viudas y también en algún artículo disponible en Internet.

Si nos fijamos en las cifras de asesinados por cada mil habitantes, la tasa navarra de 8,3 es sobrepasada con holgura por las de Huelva (15,4), Córdoba (14,3), Zaragoza (12,2) y Málaga (11,4), pero no dista mucho de los niveles ligeramente inferiores al 10 por ciento de Sevilla (9,9) y de la Rioja (9,8). Utilizando ese primer indicador, la intensidad de la limpieza política en Navarra se habría situado algo por encima de la registrada en Asturias (7,5), Granada (7,8) y Toledo (7,7), siendo bastante superior a la de la mayoría de las demás provincias. Con todo, no hay que olvidar que, si limitamos nuestra mirada a aquellas provincias que fueron desde el primer momento zona de retaguardia del bando sublevado, la tasa navarra sería superada sólo por la riojana, multiplicando por varios enteros la segoviana y la soriana.

En cambio, un segundo indicador más elaborado y preciso, por cuanto introduce una ponderación relativa a la población en riesgo de ser asesinada, resalta lo acaecido en nuestra tierra y lo coloca en los niveles comparativamente más elevados. Este indicador alternativo es la tasa de asesinados por cada mil votos al Frente Popular, correspondiéndose las cifras de votos a esa candidatura con el número de votos del candidato más votado de la lista del Frente Popular en cada provincia. Este indicador sirve para las provincias en las que la población en riesgo de ser asesinada por su carácter ideológicamente opuesto al de los sublevados se correspondía en una elevadísima medida con la de la población votante al Frente Popular (no valdría, por lo tanto, para provincias como Guipúzcoa o Vizcaya en las que el nacionalismo vasco tenía una importante presencia electoral) o en las que las víctimas de la represión fueron en su inmensa mayoría las afines a esa opción política, circunstancia en la que, al igual que sucede con la mayoría de las provincias, se encuentra Navarra a causa de concurrir la segunda circunstancia. Por otra parte, aunque tampoco es ni mucho menos exacto por otras dos razones (más que por la incidencia de la conducta política de anarquistas que en aquellas elecciones abandonaron su postura abstencionista para votar a la coalición de izquierdas, porque los votantes debían ser mayores de 23 años y entre los asesinados por la violencia facciosa había personas que no llegaban a esa edad), este segundo indicador es el único que puede incorporar un cierto dimensionamiento real de la magnitud represiva al integrar la cuantía de la población directamente reprimible.

Según este segundo cociente la limpieza política registrada en Navarra aparece en toda su crudeza. El valor navarro de 81,7 asesinados por cada mil votantes del Frente Popular constituye la tasa con diferencia más elevada de toda la tabla. Los siguientes valores son los de Huelva (68,5), Córdoba (60,6), Zaragoza (58,8), Rioja (56,0), Málaga (52,1) y Granada (50,5).

Unos datos que alteran nuestra percepción acerca de lo vivido en nuestra tierra. Navarra, la Covadonga insurgente parafraseando un libro, clásico ya de la historiografía, que analizaba las razones del éxito movilizador del voluntariado navarro en julio del 36, si bien olvidándose de los aspectos colaterales que estamos apuntando, fue también el territorio de la brutalidad y del comportamiento despiadado para con el desafecto, constituyendo la gestión de la memoria de aquellas víctimas una tarea que difícilmente puede darse, a pesar de todos los avances, por acabada. 

jueves, 19 de abril de 2012

FASA: UN EPISODIO PREVIO DEL AÑO 1936



La resurrección del asunto FASA en un libro publicado recientemente por el Gobierno de Navarra acerca de la transición en Navarra entre 1979 y 1982, y cuyos autores son Joaquín Gortari Unanua y Juan Cruz Allí, nos trae a la memoria un negrísimo episodio relacionado con aquella empresa acaecido en 1936, que ya fue narrado anteriormente en un reportajedel Diario de Noticias. De él informó Marino Ayerra en su obra Malditos seáis. No me avergoncé del Evangelio, el libro fundamental, junto con el de Galo Vierge, de la literatura testimonial navarra sobre el holocausto padecido por quienes eran miembros de los partidos y sindicatos contrarios al golpe de estado. Ese suceso se refiere al fusilamiento en Alsasua de Joaquín Lizarraga Martínez, dueño de la empresa Fundiciones de Alsasua, así como de dos de sus hijos, Sabino (éste agente comercial de aquélla) e Iñaki, todos ellos simpatizantes del Partido Nacionalista Vasco. Mientras el padre habría sido asesinado en Alsasua el 9 de octubre de 1936, Sabino lo sería en Olazagutía dos días más tarde, mientras que la ejecución del otro hijo, Iñaki, habría sucedido, dos semanas antes, el 24 de septiembre, seguramente en San Sebastián.

Joaquín Lizarraga era consejero de Fundiciones de Alsasua, empresa surgida de otra unos años antes, y también era alto empleado de la Siderúrgica del Mediterráneo y Presidente de la Legión Católica de Bilbao, esto último algo que se puede corroborar en los números del periódico El día de 5 de junio y de 10 de junio de 1930. Precisamente en este último número se reproduce parte del discurso que dio en un acto organizado por aquella entidad en San Sebastián y del que se desprende su profundísimo catolicismo. El periodista que informó del mismo comentó de Lizarraga que era “hombre fundamentalmente práctico, de un gran sentido de la realidad” y, de entre los aspectos que mencionó de su disertación, citó “la necesidad de que todos los seglares se agrupen para luchar activa y tenazmente contra organizaciones contrarias que van invadiendo las esferas de la vida con desastrosas consecuencias morales y sociales”. En 1933 figuraba como representante de la Federación Católico Agraria de Vizcaya en un jurado de un concurso de ideas sobre materia económica.

En el relato de Ayerra se ahonda en esas características al mencionarse que era “católico, piadoso, humanitario”, añadiéndose, además, que era “abierto generosamente a todas las reivindicaciones obreristas, según testimonio unánime y emocionado de todo el pueblo de Alsasua”, en línea con actitudes que tendrían que ver con las corrientes católico-sociales. En las conversaciones mantenidas con el hijo de Joaquín, Sabino, éste también manifestaba que no se arrepentía de sus convicciones nacionalistas y en el terreno social por pensar que así se contrarrestaba “la obra antisocial y anticristiana de otras tendencias irreligiosas”.

Ayerra narra que el golpe de estado le había sorprendido a Lizarraga en San Sebastián y que, tras la toma de la capital guipuzcoana, optó por trasladarse a Alsasua por creerse allí más seguro contra cualquier eventualidad de los primeros momentos. No obstante, su viaje a Alsasua vendría a explicarse por la circunstancia de que su hijo Sabino estaba ya para entonces en la cárcel habilitada en aquella localidad y en la que ambos llegaron a coincidir sin verse. Ayerra explica que, a su llegada, Joaquín Lizarraga se presentó por su propia iniciativa en la Comandancia militar. En su inocencia, Lizarraga no creyó inconveniente declarar cuáles eran sus ideas, toda vez que no dejó de aportar detalles de aquéllos a cuyo favor había mediado ente las autoridades republicanas en San Sebastián, pensando que ello le podría servir como salvoconducto en la nueva situación. La consideración por parte del comandante militar Solchaga de que Lizarraga habría gozado “de gran prestigio y consideración entre los rojos” para efectuar aquella tarea mediadora habría sido para Ayerra la causa última de su ejecución.

Por lo tanto, el componente religioso y el prestigio en el asociacionismo católico de los Lizarraga no sirvió para escapar de la muerte a los tres miembros de esta familia, marcada por su militancia nacionalista. Por otra parte, la entrada en el accionariado de Fundiciones de Alsasua de ilustres personajes del bando ganador, de lo que da noticia el reportaje periodístico antes citado y alguno de los cuales se habría mantenido en el consejo de administración hasta finales de los años setenta, constituye una prueba de que la eliminación del adversario durante la guerra civil en nuestra tierra por parte de los alzados carlofascistas tuvo muchas más aristas que las que tradicionalmente se han subrayado, ya que a aquéllo habría que añadir el expolio económico, no sólo en contextos agrarios, sino también en ámbitos industriales, una cuestión todavía muy poco estudiada, al igual que las ventajas obtenidas en la esfera de lo económico por quienes detentaron el poder institucional en exclusiva en nuestra tierra durante cuarenta años.

viernes, 13 de abril de 2012

23 DE AGOSTO DE 1936: LA COMUNIÓN LITÚRGICA Y EL ARA DEL SACRIFICIO AJENO.



La noticia de que la Asociación de Familiares de Fusilados de Navarra ha anunciado hoy que llevará a los tribunales la desaparición en 1980 de los restos de los 53 asesinados el 23 de agosto de 1936 en el paraje bardenero de la Valcardera nos ha movido a reeditar en esta entrada un artículo que publicamos en el Diario de Noticias de Navarra el 23 de agosto de 2011 sobre aquella masacre. Los restos, conducidos al Valle de los Caídos en 1959 sin el permiso ni el conocimiento de las familias, desaparecieron en un reenvío acaecido en 1980 tras las gestiones realizadas entonces por desidia en la cadena de custodia. Mañana, 14 de abril de 2012, esas 53 personas serán homenajeadas en el acto que cada año celebra la Asociación de Familiares de Fusilados en la Vuelta del Castillo, igual que las otras 298 personas asesinados en Pamplona por defender la República y los 14 presos que organizaron la fuga del Fuerte de San Cristóbal.

Tras ese preámbulo, he aquí aquel artículo:

Hoy, 23 de agosto, se conmemoran 75 años de la matanza de Valcardera, un paraje bardenero situado cerca del kilómetro 67 de la Carretera N-121 entre Caparroso y Los Abetos. Fue la segunda mayor saca colectiva registrada en Navarra durante la guerra, superada tan sólo por la de 21 de octubre de Monreal en la que 64 personas fueron asesinadas. Ya anteriormente habían tenido lugar otros asesinatos colectivos de militantes y simpatizantes de sectores contrarios al golpe militar de dimensiones ciertamente espeluznantes en las que el número de fusilados superó la decena o la veintena.

Conocemos algunos detalles de dicha matanza por las informaciones suministradas por Galo Vierge en su obra Los culpables. Pamplona, 1936, quien pudo recabar el testimonio de Honorino Arteta, quien, tras ser herido, emprendió la huida atravesando la Bardena hacia el este hasta poder alcanzar, remontando la ribera del Aragón, la frontera francesa. Las víctimas fueron trasladadas en dos autocares desde el lugar en el que estaban detenidos en Pamplona, siendo escoltados por unidades de requetés y de falangistas. A pesar de que pensaban que iban a ser canjeados, la visión de una gran fosa abierta al llegar a su destino y la presencia de diversos sacerdotes, entre ellos Antonio Añoveros, más tarde obispo de Bilbao, les hizo comprender cuál iba a ser su destino, desatándose el natural pánico entre ellos.

Según testimonio de su secretario, la lista de las 52 personas que se iba a fusilar se la dieron ya confeccionada al gobernador civil Modesto Font para que elaborara un oficio para cada uno, ordenando su teórica puesta en libertad. Entre los asesinados estaban militantes y simpatizantes de Izquierda Republicana, del PSOE, la UGT, el PCE y la CNT. Los más conocidos serían personas adscritas a la primera formación de las citadas: los abogados Cayuela, el editor García Enciso y el médico Marino Huder. La presencia de sacerdotes enviados para asistir espiritualmente a los asesinados muestra que la jerarquía eclesiástica estaba al tanto de lo que iba a ocurrir. Las ejecuciones no fueron ni mucho menos un secreto. Su noticia llegó rápidamente a los requetés y falangistas navarros que estaban en Somosierra, transmitidas por soldados recién llegados desde Navarra, según constató Ronald Fraser.

La matanza de Valcardera alberga en su seno, por otra parte, un significado que va más allá de la pura masacre. La celebración al atardecer del mismo día de una macroprocesión en honor a Santa María la Real con un claro significado de comunión de todas las fuerzas de todo tipo implicadas en el levantamiento fascista en el momento en que se encontraba la guerra, a un mes de iniciada ésta y cuando se patentizaba que no iba ser un sencillo paseo de unas pocas semanas, sino que se trataría de un conflicto costoso para todos, pero sobre todo para el voluntariado navarro, muestra que aquella matanza formó parte de un ritual mucho más complejo, de fortalecimiento de lazos entre los sublevados y de necesidad de expiación por parte de los enemigos sacrificados, toda vez que participantes relevantes en aquel acto debieron conocer los extremos de la misma.

La idea de la macroprocesión partió de uno de los ideólogos principales del alzamiento en Navarra, el lesacarra Eladio Esparza. El 14 de agosto un artículo de Esparza publicado en varios medios señalaba que, aunque el Cabildo de la Catedral había planteado finalizar la novena a la Virgen con una procesión por el interior del templo el sábado 22, al día siguiente, al ser domingo, se podía hacer “una procesión solemnísima” de homenaje público a la Virgen “y de plegaria colectiva a su intercesión amorosa sobre Navarra”. Planteaba que la Virgen, llevada por los maceros de la Diputación, fuera escoltada por requetés y falangistas, y que en el acto estuvieran todas las autoridades navarras y del resto de la zona sublevada, ondeando las banderas de los regimientos militares sublevados y de las unidades de voluntarios carlistas y de la Falange tras las de Navarra y España. Sería el primer acto reverencial y de plegaria a la Virgen, la protectora de Navarra, según Esparza, en unos momentos graves. En un artículo del día siguiente señalaba el motivo primordial para la realización de tamaña escenografía. En él Esparza mencionaba como una equivocación la creencia en que el golpe de estado iba a ser un paseo militar triunfal, sin tener en cuenta la “resistencia tenaz, formidable y áspera” del marxismo que iba a obligar a un gran esfuerzo de sangre. Todo ello en un contexto en que los sectores de la población navarra favorables al alzamiento comenzaban a ver los costes del mismo en forma de cadáveres propios llegados desde el frente, de los que, por otra parte, informaban los diferentes periódicos de la provincia día tras día.

El planteamiento de Esparza de escenificación en un acto religioso del apoyo de Navarra al levantamiento, con una presencia de todos los agentes involucrados, se vio apoyado por Mola, de quien el 16 de agosto se difundían unas declaraciones a Radio Castilla en las que se habla de la importancia de la religión en el nuevo Estado. En esta línea, el 21 de agosto se publicaba en los periódicos navarros un artículo de las autoridades episcopales sobre el protocolo de la procesión.

Precisamente el 23 de agosto se publicaba un artículo del obispo Marcelino Olaechea titulado “No es una guerra: es una cruzada”. Ese artículo es importante porque es el primer documento episcopal que se conoce donde se emplea la palabra cruzada para referirse a la guerra de 1936. A pesar de que tal término para denotar la guerra civil había sido ya usado por los militares, por la prensa navarra o por la Junta Carlista de Guerra, la jerarquía eclesiástica no lo había utilizado todavía. No obstante, lo adoptará de inmediato. Los días siguientes la usarán el arzobispo de Zaragoza y el de Santiago.

Para terminar, el 25 de agosto Arriba España publicaba en primera página un extenso reportaje sobre la procesión, acompañado de un artículo en la misma página de Ángel María Pascual titulado “Víspera y Danza de la Muerte” en donde se dice que “la Muerte es hermana para alabanza de Dios”.

miércoles, 11 de abril de 2012

EL PRIMER INCIDENTE CON EL JURAMENTO DE LA CONSTITUCIÓN.


Aunque en todo el debate sobre el proyecto de constitución presentado en agosto de 1811 no hubo ninguna alusión a las constituciones históricas vasconavarras, cuando el texto estaba ya cerrado y a punto de promulgarse se registró un incidente notorio que anunciaba futuras colisiones con aquéllas. El empeño de los doceañistas por la exteriorización del apoyo al texto constitucional por parte de los diferentes cuerpos políticos existentes en la monarquía, de los que únicamente exceptuaron a las Cortes navarras, hizo que el día 15 de marzo de 1812 remitieran un oficio a los diputados de la propia asamblea gaditana requiriéndoles a que los días 18 y 19 acudieran sin excusa alguna a la cámara a firmar y jurar la Constitución. Tal exigencia chocó con la negativa de Francisco Ramón de Eguía y López de Letona, el único diputado existente por Vizcaya, también, al igual que el diputado navarro y sus homólogos alavés y guipuzcoano en calidad de suplente por haber sido elegido por un corto número de compromisarios de individuos de aquella provincia residentes en Cádiz.

Según la versión llamémosle oficial de las actas secretas de las Cortes, el 17 de marzo de 1812, la antevíspera de la promulgación de la Constitución, se leyó un oficio de Eguía en relación con el requerimiento expresado en el que decía “que nunca creyó que esto pudiese entenderse con él, por no haber asistido a sus discusiones, y no haber visto en las corporaciones de que ha sido miembro que hubiese firmado sobre asunto alguno el que no hubiese asistido; y que además, careciendo de instrucciones de su provincia, debía dirigirse por la opinión general de sus paisanos que aman mucho sus fueros; según lo cual no le era permitido obrar contra su voluntad, ni concurrir en calidad de tal Diputado al menor acto que pueda poner en cuestión cual fuese ello”. Los diputados debatieron sobre qué hacer con los diputados que no quisiesen firmar y jurar la Constitución y el diputado García Herreros planteó que al individuo que se negara a firmar y jurar la Constitución “sea tenido por indigno del nombre español, privado de todos los honores, distinciones, prerrogativas, empleos y sueldos, y expelido de los dominios de España en el término de veinticuatro horas”. Esa propuesta fue aprobada junto con la adición propuesta por el diputado Ortiz de que quedaba “a disposición del Gobierno la ejecución de este acuerdo con todas las precauciones competentes”.

Otra versión, digamos oficiosa, de lo ocurrido nos proporciona algunos datos adicionales. Según dicho relato, Eguía “expuso que no podía firmar la Constitución por no haber asistido a las sesiones en que se había discutido, y porque su voto era que se conserven sus fueros a la provincia de Vizcaya cuyo Diputado es”. La exposición de Eguía, así como la de un diputado por Murcia, un tal Llamas, que dijo que no podía jurar la Constitución por no estar de acuerdo con “la soberanía esencial de la nación”, “promovieron una larga y triste discusión”. En el debate se planteó declarar indignos a esos dos diputados, desposeerlos de honores, grados, empleos y rentas, y expatriarlos o confinarlos. Con todo, no hubo que aplicar contra ellos ninguna medida de castigo porque los dos diputados, sabedores de a qué se arriesgaban en el plano personal, finalmente se aprestaron a firmar y jurar las Constitución.

La cuestión del juramento del texto constitucional, además de encender las iras de la mayoría de la asamblea gaditana, originó, por lo tanto, un primer choque con las constituciones históricas vascas en la persona del representante vizcaíno. En los quince meses siguientes existirían otros episodios similares, o de alguna similitud, cuyos protagonistas serían los cuerpos políticos de la mayoría de los territorios vasconavarros. 

De cualquier forma, no hay que dejar de lado una variable. La actitud insumisa de Eguía tenía otras raíces además de las relacionadas con el respeto por el entramado constitucional propio. Suele olvidarse a menudo su ideología ferozmente absolutista y que, en consonancia con la misma, el tema de la confrontación entre la constitución gaditana y las constituciones históricas autóctonas se complejizaba y enmarañaba por la instrumentalización que los reaccionarios hacían del mismo para sus propios fines, implicando a la defensa de las singularidades vasconavarras en una espiral negativa de la que no se desembarazarían.

Francisco Ramón de Eguía y López de Letona (Bilbao, 1750-Madrid, 1827) fue un militar de carrera que ascendió a mariscal de campo en 1795 y a teniente general en 1802. Fue Consejero del Supremo de la Guerra entre noviembre de 1808 y abril de 1810 y Secretario de la Guerra entre febrero de 1810 y mayo de 1811. Su acendrado absolutismo queda corroborado por el hecho de que fue él, como Capitán General de Castilla la Nueva, quien cerró las Cortes el 4 de mayo de 1814 con el golpe de estado dado por Fernando VII y quien detuvo a los dos regentes y a los diputados liberales más importantes. Antes, en 1812, había firmado la Representación de los Generales a favor del restablecimiento de la Constitución. En septiembre de 1814 firmó una orden en la que se refería como “individuos lastimosamente pervertidos” a quienes habían intentado levantar la lápida de la Constitución en Cádiz. Secretario de la Guerra entre mayo de 1814 y enero de 1815, se hizo cargo de la Capitanía General  de Castilla la Vieja hasta julio de 1817, del Ministerio de la Guerra hasta junio de 1819 y de la Capitanía General de Granada hasta marzo de 1820. En todos esos cargos actuó durísimamente contra los liberales. Con la revolución de 1820 se le destinó a Mallorca y, al no acudir, se le dió de baja en el ejército en 1821. Refugiado en Francia, volvió a España con los Cien Mil Hijos de San Luis, reintegrándosele en 1823 todos los honores militares y siendo nombrado capitán general del ejército y conde del Real Aprecio.

domingo, 1 de abril de 2012

LA EXCLUSIÓN DE LAS CORTES NAVARRAS DE LA JURA DE LA CONSTITUCIÓN.



Habiendo comentado en otros artículos anteriores el silencio de la Constitución de Cádiz respecto de la estructura políticoinstitucional navarra vinculada a la constitución histórica propia, lo que conllevaba en la práctica la abolición implícita de ésta a pesar de los ditirambos formulados en el discurso preliminar, vamos a referirnos aquí a otra cuestión, que es consecuencia directa de la anterior, y que suele caer en el olvido, aún cuando es de tremenda importancia por cuanto corrobora la existencia de una estrategia trenzada de los doceañistas de no permitir resquicios a la supervivencia de las instituciones tradicionales navarras. Esa segunda cuestión es la exclusión expresa de las Cortes navarras de la exhaustiva nómina de corporaciones de la monarquía a las que se ordenaba proceder a la ceremonia de publicación y juramento de la Constitución, faltando en el listado solamente aquel cuerpo político.

En efecto, el Decreto CXXXIX de 18 de marzo de 1812, víspera de la promulgación del texto constitucional, sobre “Solemnidades con que debe publicarse y jurarse la Constitución política en todos los pueblos de la Monarquía, y en los exércitos y armada” decía que, además de publicarse solemnemente la Constitución en cada pueblo, debían jurarla “los Tribunales de qualquiera clase, Justicias, Virreyes, Capitanes generales, Gobernadores, Juntas provinciales, Ayuntamientos, M. RR. Arzobispos, RR. Obispos, Prelados, Cabildos eclesiásticos, Universidades, Comunidades religiosas, y todas las demás corporaciones”.

Al ser citadas las juntas provinciales en esa disposición entre las autoridades y organismos que debían de prestar juramento a la Constitución, se ha remarcado que en virtud de dicho decreto se ordenó la convocatoria para tal menester, como las únicas asambleas de ámbito provincial que existían, junto con la asturiana, de las Juntas Generales de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya, lo que sería cumplimentado por las mismas cuando ello fue posible por las circunstancias de la guerra: las de Vizcaya lo harían en octubre de 1812, las de Álava en noviembre del mismo año y las de Guipúzcoa en julio de 1813, en este último caso mucho más tarde a causa de la presencia mucho más dilatada en el tiempo de los franceses.

En cambio, entre las corporaciones mencionadas, tal y como se comprueba, no figuran las Cortes de Navarra. Tampoco debe pensarse que éstas quedaban englobadas bajo el genérico de “todas las demás corporaciones” con el que termina el decreto: así como la Regencia ordenó, en consonancia con lo dictado por la norma, que las Juntas Generales de Vascongadas se reunieran para formular su juramento cuando las circunstancias lo hicieran posible, no sólo no existirá tal requerimiento para las Cortes navarras, sino que, además, en agosto de 1813 se responderá negativamente a una solicitud efectuada en tal sentido y con dicha finalidad por el diputado navarro presente en Cádiz y por miembros de la Diputación navarra vigente hasta 1808 con el argumento de que no podían coexistir dos poderes legislativos en un mismo Estado.

La ceremonia del juramento se entendía como un instrumento de incorporación a la comunidad política nacional y al orden constitucional recién establecidos. El hecho de que el decreto apelase a las Juntas Generales de las Provincias Vascongadas para realizar el juramento corporativo, al igual que a todos los cuerpos políticos de la monarquía, con la sola salvedad de las Cortes navarras, puede interpretarse como un reconocimiento de índole historicista de aquéllas, si bien con el añadido de la obligación terminante de acatar el nuevo estado de cosas que, en el caso de aquellos territorios, implicaba la disolución de sus Juntas y la admisión de las nuevas diputaciones provinciales en sustitución de las antiguas diputaciones forales.

Hemos de recordar que en el Capítulo II del Título sexto de la Constitución, referido explícitamente al “gobierno político de las provincias y de las Diputaciones provinciales”, no se mencionan para nada las juntas provinciales. En cada provincia habría una diputación provincial presidida por un jefe político nombrado por el rey y compuesta también por el intendente y otros siete individuos elegidos. El número máximo de sesiones anuales de cada diputación sería de 90 y las funciones de las diputaciones serían repartir las contribuciones a los pueblos, vigilar la gestión económica de los municipios, impulsar las obras públicas, promover la educación y la economía. Los criterios antifederales que dominaron entre los constituyentes gaditanos frente a las propuestas de tinte federalista que se proponían desde los territorios de ultramar originaron que no hiciese la Constitución finalmente aprobada ninguna salvedad ni previsión sobre el autogobierno de los territorios. A la par que se establecía un sistema de representación ciudadana con un solo y único parlamento, se concebía el gobierno territorial igualmente de un modo uniforme por medio de Jefaturas Políticas delegadas de la Monarquía al frente de las Diputaciones Provinciales.

Si ya el mutismo que el texto constitucional hacía de los dos pilares de la Constitución Histórica de Navarra (Cortes y Diputación, ésta como representación permanente de aquéllas) conllevaba su eliminación tácita, la exclusión de las Cortes navarras de la relación de corporaciones que debían publicar y jurar la Constitución colocaba al legislativo navarro fuera absolutamente del nuevo orden constitucional, sin ni siquiera concederle la gracia de la autodisolución.