sábado, 17 de noviembre de 2012

LA RESURRECCIÓN DEL TEMA DE LA LAUREADA.



En las últimas semanas hemos asistido, atónitos, a la resurrección de un tema que creíamos ciertamente superado (el referido a la laureada de San Fernando y el escudo de Navarra) al cumplirse los 75 años de la firma del Decreto411/1937, de 8 de noviembre, publicado en el Boletín Oficial delEstado de 14 del mismo mes, hace ahora 75 años, por parte de Francisco Franco, Jefe del Estado del bando nacional y Generalísimo de sus ejércitos, en el que en artículo único se concedía a Navarra la Cruz Laureada de San Fernando, que desde aquél día debería “grabar en sus Escudos”, como “recuerdo a las gestas heroicas” de dicha provincia “en el Movimiento Nacional y homenaje a quien tan reciamente atesora las virtudes de la Raza”. En la exposición de motivos de dicho decreto se recordaba que Navarra había destacado “en el resurgir de España (...) de modo señalado por su heroísmo y sacrificio”, que fue “la provincia en que se fijaba la mirada de los españoles en los días tristes del derrumbamiento de la Patria”, que “fue el crédito de sus virtudes el que la convirtió en sólida base de partida de nuestro Alzamiento, y fué su juventud en armas la que en los primeros momentos formó el nervio del Ejército del Norte”, rivalizando “durante toda la campaña los navarros, con su bravura legendaria, encuadrados en los Tercios de Requetés en Banderas de Falange y en Batallones, (…) en valor con las más distinguidas fuerzas del Ejército”. También se mencionaba que “es la Cruz Laureada de San Fernando el más alto galardón de nuestras Milicias, el símbolo más destacado del valor y del sacrificio heroico. Por ello, nunca puede estar más justificado la ejecutoria que una la Cruz Laureada de San Fernando a las Cadenas gloriosas y simbólicas de su Escudo”.

El regreso a la actualidad de dicha cuestión ha sido ocasionado por un artículo, titulado “Navarra. Su escudo y la Laureada” de José Ignacio Palacios Zuasti, senador popular por nuestra comunidad, publicado en Navarra Confidencial el 23 de octubre de 2012 y que también estácolgado en la página web del PP navarro. En él, el autor recuerda con añoranza el decreto mencionado de 8 de noviembre de 1937, rememorando la aportación de los contingentes navarros al bando nacional. Asimismo, remarca la circunstancia, apelando para ello a un dictamen del Consejo de Estado de 1982, de que, la eliminación de la laureada del escudo de Navarra en 1981 mediante acuerdo del Parlamento Foral, ratificado posteriormente en otras disposiciones normativas, no habría afectado “al hecho indudable de que Navarra continua ostentando la Cruz Laureada de San Fernando”. Apoyándose en las tesis del Cronista Rey de Armas, Decano del Cuerpo, Vicente de Cadenas y Vicent, en un informe relativo al Escudo de Navarra fechado el 14 de agosto de 1982, el senador navarro por el PP asegura que las normas sobre símbolos aprobadas por el legislativo navarro en diversos momentos y que asentaban el actual escudo, basado a su vez en el inicial diseñado en 1910, se referirían a la versión sencilla o pequeña del mismo y que no impedirían que el escudo de Navarra con la laureada podría seguir usándose en lo que sería su versión “grande o solemne” que incluiría “los ornamentos exteriores, condecoraciones, etc., que lo solemnizan”. Bajo todo lo anterior, sostiene que, “por tanto, aunque en el actual escudo oficial de Navarra no esté la Laureada, nuestro viejo Reyno la sigue ostentando de pleno derecho” y abre la posibilidad de que “puede llegar un día en el que generaciones futuras que no le den la connotación que algunos le atribuyen en la actualidad descubran ese blasón, lo quieran lucir y con pleno derecho lo vuelvan a poner oficialmente orlando con él nuestro escudo”.  

Ese artículo ha sido replicado por otro de Álvaro Baraibar y Patxi Leuza quienes han subrayado el empeño de Palacios Zuasti, conocedor “de la existencia de legislación foral y estatal que prohíbe la presencia de símbolos del franquismo en espacios públicos y, evidentemente, en los símbolos que representan a la comunidad”, en elogiar el valor del “símbolo franquista por antonomasia en el Viejo Reino, en la esencia misma de esa navarridad española que tanto gustó al dictador”. Asimismo, han indicado que “es necesario distinguir el recuerdo personal, íntimo y familiar incluso de lo que alguien pudo hacer 75 años atrás -convencido de sus ideas u obligado por las circunstancias-, de lo que nuestra sociedad en su conjunto quiera recordar públicamente” y que, siendo o debiendo ser diferentes “la memoria individual y la memoria colectiva o pública”, “el recuerdo público del pasado, la memoria, se construye como un reconocimiento de aquellos elementos, sucesos, personajes y símbolos de nuestra historia con los que hoy nos sentimos representados”.

Por otro lado, el tema se ha deslizado como próximo objeto de debate en el Parlamento de Navarra en cuanto que Bildu y Geroa Bai han presentado sendasmociones para que la Cámara Foral haga explícita la renuncia adicha condecoración. La propuesta de Bildu pide la "reprobación a la concesión de esta distinción militar y su renuncia expresa a la Cruz Laureada de San Fernando, concedida por el valor y la entrega del pueblo Navarro en el golpe de Estado del 36", así como "devolver al Gobierno español y los documentos y símbolos que pudieran haber acompañado a la concesión de la citada condecoración militar" y a que el Gobierno retire "cualquier símbolo franquista que pudiera existir en nuestra comunidad". La enmienda de Geroa Bai contempla además de los anteriores puntos el rechazo y condena a la sublevación militar del 1936.   

A los argumentos empleados en contra de la postura de Palacios Zuasti, quisiéramos añadir otros referidos a la biografía de otros receptores de la misma condecoración por aquellos mismos años. La Cruz Laureada de San Fernando, la más preciada condecoración militar española cuyo objeto desde 1811, fecha en que fue instaurada por las Cortes liberales gaditanas, es "honrar el reconocido valor heroico y el muy distinguido, como virtudes que, con abnegación, inducen a acometer acciones excepcionales o extraordinarias, individuales o colectivas, siempre en servicio y beneficio de España y que pueden recibirla los miembros de las Fuerzas Armadas, de la Guardia Civil (cuando realicen actividades de carácter militar) y aquellos civiles que presten servicio dentro de fuerzas militares organizadas. Pues bien, durante los años de la guerra civil o de la inmediatapostguerra dicho distintivo fue concedido a insignes golpistas y responsables de prácticas de genocidio en las personas de simpatizantes del bando republicano como Emilio Mola Vidal (4 de junio de 1937), el mismo Francisco Franco (20 de mayo de 1939) o Gonzalo Queipo de Llano (3 de marzo de 1944).  

Mola, gobernador militar de Pamplona por nombramiento publicado el 1 de marzo de 1936, sería autor de la Instrucción reservada número 1 de Mola de 28 de mayo en la que se decía: “La acción deberá ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades y sindicatos no afectos al Movimiento y se les aplicarán castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”. En línea con ello, el 19 de julio el mismo Mola afirmaría: “Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado”. Por su parte, en el bando militar del general Queipo de Llano de 24 de julio de 1936 se consignaba: “Serán pasadas por la armas, sin formación de causa, las directivas de las organizaciones marxistas o comunistas que en el pueblo existan, y en el caso de no darse con tales directivos, serán ejecutados un número igual de afiliados, arbitrariamente elegidos”. En la práctica, son bien conocidos los efectos de las órdenes de Mola en Navarra en relación con la limpieza política abatida sobre los adversarios de quienes apoyaron la sublevación de 18 de julio. Con todo, siendo la masacre capitaneada por Mola de enormes dimensiones, mucho mayor fue la que tuvo por ejecutor primordial a Queipo de Llano en Andalucía. Sobre las responsabilidades de Franco, como jefe máximo del bando nacional y como Jefe de Estado durante casi cuatro décadas, en la guerra, en la inmediata postguerra y durante todo el periodo posterior poco hay que añadir a lo que ya sabe el lector.

Además de los tres citados, también fueron condecorados con la mencionado distinción el general Moscardó (18 de mayo de 1937) de tanta presencia en nuestros libros de historia infantiles por el asedio del alcázar de Toledo, así como otros héroes del bando franquista como el general Aranda o el capitán Cortés. Asimismo, el 5 de septiembre de 1936 recibió tal honor Sidi Hamed Ganmia, Gran Visir del protectorado Español de Marruecos por su apoyo a los sublevados en los primeros momentos y por facilitar la incorporación de tropas marroquíes a aquéllos, personalidad que también sería honrada, a través de persona interpuesta, por la Diputación navarra a principios de 1937.

Considerando todo lo anterior no compartimos la opinión, expresada en múltiples ocasiones ya en el debate de los años 1979-1981 por portavoces de los sectores favorables al mantenimiento de la laureada en el escudo oficial navarro, de que la misma no debía eliminarse por constituir un reconocimiento de los méritos del voluntariado navarro en la guerra civil, constituyendo aquél un signo de respeto hacia éste. Es francamente dudoso que muchos voluntarios navarros que, a pesar de colaborar en un golpe de estado contra un gobierno legítimo, combatieron, noblemente y sin incurrir en infamias, en primera línea desde el primer momento contemplaran como homologables su sacrificio personal al servicio de una causa que creían justa con actitudes de excitación a la barbarie como las protagonizadas por personajes como Mola o Queipo de Llano, responsables últimos de las salvajadas que se cometieron en la retaguardia de los territorios que gobernaron. De hecho, en la intrahistoria de muchos de nuestros pueblos y familias hay ejemplos de combatientes navarros, tanto requetés pero también incluso falangistas, que, tan pronto como tuvieron noticias de lo que estaba sucediendo, marcarían distancias con quienes estaban inundando de sangre sus pueblos, asesinando con la mayor de las impunidades. Esa actitud se plasmaría políticamente en un temprano alejamiento de las consignas oficiales que no sería suscitado en exclusiva por el rechazo al decreto de unificación de abril de 1937 de falangistas y carlistas en FET y de las JONS, sino que habría estado también provocado por factores como el que hemos mencionado.

Y es que en definitiva la cuestión de la laureada remite al derecho a la memoria de las personas afectadas por el genocidio de entonces y al deber por nuestra parte de recordarlo. En el debate de la eliminación de la laureada de 1979-1981 en el Parlamento Foral hubo personas que fueron muy conscientes de ello, sobresaliendo, por ejemplo, la figura de Mariano Zufía, voluntario del primer día en julio de 1936 y que, como parlamentario del Partido carlista en aquella legislatura, entendió que la reconciliación entre los navarros pasaba ineludiblemente por aquella medida, algo que no fue entendido por la derecha navarra entonces, representada por UCD y UPN en aquel órgano legislativo. A tenor de lo traído a colación actualmente por Palacios Zuasti, el tema seguiría constituyendo todavía una espinita clavada para algunos sectores de la misma.

Al hilo de ello, también queremos recordar que el mencionado senador del PP ya se había significado históricamente por tomas de postura similares, incluso bastante más estridentes. En octubre de 1987 en el ayuntamiento de Pamplona, en el que Palacios Zuasti era concejal, ante una moción de HB sobre Elaboración de Estudios Urbanísticos que perseguía la retirada del monolito del general golpista Sanjurjo y que, tras varios intentos, consiguió concitar el apoyo mayoritario PSOE, CDS y EA, además del de la propia izquierda abertzale, tras afirmar que la guerra civil estaba “olvidada o superada”, reinterpretó a Sanjurjo como “pacificador de la larga guerra de Marruecos y héroe del Rif”. También denunció que la moción respondió a la tendencia de “los partidos nacionalistas o separatistas que tratan de eliminar todo vestigio que suponga mostrar que Navarra es España, todavía más, que Navarra es uno de los Reinos que construyeron España”, aludiendo a que el atentado de la Bajada Javier de 30 de mayo de 1985, en el que resultarían asesinados el joven Alfredo Aguirre y el agente de la policía nacional Miguel Sánchez y heridas otras cuatro personas, no había sido condenado por HB, al igual que todos los demás atentados de ETA. Atacó la postura del PSOE y del CDS y puso en marcha el ventilador, una estrategia muy socorrida para el olvido de las responsabilidades del bando al que uno se adscribe por medio de la imputación de corresponsabilidades en las atrocidades franquistas en la guerra civil a padres y parientes de los políticos con los que se está debatiendo. De esta forma, mencionó que no entendía la postura de “los socialistas que, en muchos casos, son hijos de hombres que lucharon en el mismo bando que Sanjurjo en la guerra, como lo hizo la gran mayoría de los navarros” y aseguró que uno de los consejeros socialistas del gobierno de Urralburu “es sobrino del hijo del que fue lugarteniente de la Guardia de Franco en Navarra; otro, hijo de un falangista que salió de la cárcel el 19-VII-1987 [sic, así figura en el acta] y era la envidia de sus camaradas por las preciosas guerreras negras que llevaba; otro es nieto, hijo y sobrino de militares y procede del carlismo. Sin contar, también, p. e. a ese diputado que es hijo de requeté muerto en guerra”.  





sábado, 10 de noviembre de 2012

LA VIOLENCIA POLÍTICA Y LA GESTIÓN DE SU MEMORIA COMO ÍTEM EN LA AGENDA ACADÉMICA Y EN LA AGENDA SOCIOPOLÍTICA.



Uno de los elementos que más ha marcado al país vasconavarro en los dos últimos siglos ha sido la violencia política explícita, actuando como factor importantísimo en relación con la evolución políticoideológica en general del territorio, así como en relación con el posicionamiento de las personas ante las alternativas en pugna.

Aunque en la Guerra de la Independencia los componentes de enfrentamiento interno entre sectores de la misma población vasca fueron enmascarados por la violencia exógena de los franceses, en aquella contienda quedó claramente configurado el discurso contrarrevolucionario que apelaría a la defensa de la religión católica y de las tradiciones y al exterminio de los liberales autóctonos. Tras 1814 y la restauración absolutista después del breve episodio constitucional, se abren las espitas para la división abierta, conduciendo a diferentes guerras civiles ciertamente cruentas. Suele advertirse un hilo de continuidad claro entre la guerra realista del Trienio Liberal (1821-1823) y las dos guerras carlistas (1833-1839 y 1872-1876), en las que el espacio vasconavarro fue escenario principal, pero también es cierto que en cada una de ellas convergieron circunstancias un tanto diferentes que las individualizan en parte. Por otro lado, la mayor brutalidad, por su mayor modernidad, de la guerra civil de 1936-1939, en la que Navarra fue el epicentro de la conspiración de los sublevados, no es entendible sin la simiente de intolerancia de las contiendas del siglo anterior. Por último, la espiral de las últimas décadas en forma de conflicto de baja intensidad (sin que este último elemento calificativo signifique en absoluto rebajar su carácter salvaje e inhumano), heredera de la represión franquista durante la Dictadura, y cuyos agentes principales han sido desde finales de los años setenta primordialmente la bárbara actividad terrorista de ETA, y muy secundariamente la violencia del Estado y de agentes parapoliciales, ha dejado heridas que tardarán tiempo en cicatrizar en relación con las pérdidas de vidas humanas y las conculcaciones de derechos humanos registradas.

De cualquier forma, cuando nos referimos a la cuestión de la violencia política, queremos considerarla relacionada con dos elementos íntimamente relacionados con ella y estrechamente ligados entre sí: el de su prolongación en el ámbito de lo político y de lo ideológico y el de su recuerdo por medio de la gestión de la memoria.

Acerca del primer aspecto, el de la extensión de la violencia en el campo de la política y de las ideologías y en la conformación de cleavages o líneas de fractura que segmentan políticamente la sociedad, proyectándose en el tiempo, creemos de gran utilidad sacar a colación algunas categorías y conceptos acuñados desde la sociología histórica.

En sus estudios sobre el conflicto y la lucha política Charles Tilly planteó que las acciones colectivas generaban identidad y repertorio a los actores en determinados contextos de oportunidad. El concepto de repertorio se refiere a un modelo de actuación colectiva validado por la experiencia acumulada de los actores en cuanto a su practicidad y que se transmitiría en el tiempo como experiencias vitales generacionales. Los repertorios más efectivos serían aquéllos que hubieran conseguido movilizar un número significativo de participantes con un alto grado de cohesión interna y convencimiento para comprometerles en el logro de determinados objetivos bien definidos, consiguiendo además respetabilidad y legitimidad social. Las acciones colectivas contempladas en esta teorización son muy amplias: van desde el motín hasta la guerra civil, guerrilla, conflicto de baja intensidad u otras prácticas de destrucción coordinada.

A nuestro entender, si aplicamos todos los conceptos anteriores a las guerras civiles abiertas registradas en nuestro suelo, así como al conflicto de baja intensidad de las últimas décadas, podremos comprender mejor la persistencia de la violencia política en nuestro suelo. En todas esas dinámicas los alzados contra el poder establecido han conseguido, en diferente medida según las épocas (pero en cualquier caso, significativa para cada contexto), un número amplio de seguidores, cohesionados, convencidos y comprometidos con el ejercicio de la violencia, logrando además cierta respetabilidad y legitimidad social. En todos lo casos, además, se ha partido de un convencimiento: el de las posibilidades de conseguir fines políticos mediante el empleo de la violencia, fines que resultarían imposibles de conseguir para esos movimientos mediante las vías parlamentarias o civiles. Asimismo, la violencia ha actuado como elemento polarizador de las posiciones políticas en cada momento y ha marcado a las generaciones siguientes. Y todo eso vale para los carlistas del siglo XIX, los carlofascistas de 1936 e incluso para la izquierda abertzale de finales del siglo XX y principios del XXI. De todos ellos, los sublevados de 1936 salieron ciertamente triunfantes, constituyendo un modelo a seguir para aquéllos persuadidos de la rentabilidad política de la violencia por los increíbles réditos que sacaron del ejercicio de la misma: los falangistas, por ejemplo, de ser un partido políticamente marginal en febrero de 1936 pasarían a regir el Estado español durante cuarenta años, un caso del que no existen muchos otros parangonables a escala mundial. Por otra parte, aunque algún lector pueda pensar que la analogía que planteamos no es acertada, le animaríamos a meditar sobre las maneras concretas de proceder de unos y de otros: siempre el recurso a la violencia para el logro de objetivos políticos conlleva unas estrategias parecidas de movilización del bando propio y de conformación del adversario.

La gestión de la memoria de la violencia política es, como es sabido, un tema de gran actualidad en el terreno de lo político. Desde la consideración del historiador que ha investigado la masacre que se registró en Navarra en el verano y otoño de 1936 y que cada vez descubre datos nuevos sobre la misma y como miembro de esta sociedad que abomina del dolor y del sufrimiento de la violencia de estas últimas décadas, generada mayormente por ETA, no compartimos el triple reduccionismo que se suele hacer del tema.

En primer lugar, el reduccionismo de quienes quieren circunscribir la cuestión de la gestión de la memoria de la violencia política a determinados arcos temporales, bien al de la guerra civil y el franquismo, bien al posterior a 1975. A nuestro juicio, deberíamos enfocar todo el periodo posterior a 1936 en cuanto que constituye el marco vital y experiencial de cohortes generacionales todavía vivas y en cuanto que el recuerdo/olvido de la violencia de la guerra civil y la dictadura sigue siendo todavía una asignatura socialmente pendiente.

En segundo lugar, el reduccionismo de quienes limitan la gestión de la memoria de la violencia política a las víctimas directas. Es verdad que las víctimas directas y sus familiares deben de constituir el núcleo central de atención en las labores de reconocimiento y reparación de su sufrimiento en todos los planos, desde el historiográfico y mediático hasta el moral y el político. Ahora bien, convendrá asimismo recordar a quienes, sin haber perdido la vida, tuvieron o han tenido que actuar de un modo no voluntario a causa de las amenazas y sufrieron o han sufrido ultrajes y perjuicios, así como conculcaciones de sus derechos. De cualquier forma, siempre habrá que tener en cuenta que en el caso de los 3.000 navarros asesinados en 1936, un tercio de los cuales sigue en fosas comunes, su misma identificación fue fruto del trabajo desinteresado hace más de tres décadas de un pequeño número de personas que actuaron totalmente al margen de los poderes públicos, sin que éstos se colocasen entonces a la altura de las circunstancias.

En tercer lugar, el reduccionismo de quienes olvidan en la gestión de la memoria de la violencia política a los verdugos. Aunque existe un porcentaje de asesinados en los que la responsabilidad no está aclarada y la acción de la justicia no ha sido igual de contundente y de severa con las conculcaciones de derechos producidas por agentes del Estado o por mercenarios del mismo, la mayoría de los asesinados por motivaciones políticas de las últimas décadas han sido objeto de resarcimiento a través de procedimientos penales que han implicado castigos a los culpables. Los asesinos de la guerra civil y de la Dictadura, en cambio, han gozado de impunidad no sólo jurídica, sino también historiográfica: a causa de la destrucción deliberada de documentación sólo indiciariamente podemos llegar a ser capaces de delimitar las diferentes responsabilidades a distintos niveles de una represión de la que no cabe dudas de su naturaleza metódica y exhaustiva, así como las características de la cadena de mando que terminaba en los miembros de los escuadrones de la muerte.

Una consideración integral de la violencia política en el plano analítico ayuda a entender mejor cuestiones ciertamente complejas: desde cómo funcionan los mecanismos de socialización, de legitimación y de ocultamiento de la práctica de una violencia política bárbara hasta cómo se efectúa la gestión de la memoria y del olvido por parte de las instituciones, las familias, los grupos y las personas. Asimismo, tal enfoque global dificulta el mantenimiento de actitudes incívicas y escapistas como las de aquéllos que persisten en el negacionismo o en la subestimación de las responsabilidades de los ideológica o familiarmente próximos en la generación de sufrimiento al adversario político.

De cualquier forma, la gestión de la memoria de la violencia política entendida en sentido omnímodo no puede ser sólo responsabilidad de las instituciones, sino que ha de descender también al plano de la sociedad civil e incluso de las personas. La sociedad en su conjunto ha de valorar la necesidad del ejercicio del derecho a la memoria de aquella violencia. De la misma manera, todos debemos de compartir la noción de deber de memoria, pese a quien pese y cueste lo que cueste.

Contrariamente a Malcolm Lowry, quien en un pasaje de su más célebre novela hacía que el protagonista se preguntara en el curso de un monólogo interior cómo convencerá la víctima al asesino de que no ha de aparecérsele, un interrogante recordado por muchos otros autores, nuestra sociedad no podrá liberarse de las rémoras más dolorosas de su pasado hasta que los fantasmas de la violencia política, y con ellos la pretensión de que el ejercicio de la misma sirve para la imposición de proyectos políticos, consigan definitivamente desvanecerse.