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jueves, 14 de junio de 2012

LA RENUNCIA A LA ESCALA COMPARATIVA.



El centrarse excesivamente en un determinado contexto geográfico y espacial, renunciando a enmarcarlo de forma comparativa con respecto a lo que sucedía en otros ámbitos hacia las mismas fechas, tiene sus riesgos. El peligro es mayor si la época a la que nos estamos refiriendo es, además, la Edad Moderna, momento en que las instituciones representativas de las comunidades políticas (las diferentes asambleas o parlamentos territoriales de que constaban los reinos europeos y las diputaciones o representaciones permanentes de ellas cuando existían) a duras penas pudieron resistirse, en los casos en que lo consiguieron, a la acometida del absolutismo monárquico, constatable en mayor o menor medida en todas las zonas. Por otra parte, los que se enfrentaron en rebeliones abiertas a la monarquía en la que estaban inscritos, y no consiguieron emanciparse de ellas, tuvieron que padecer, por lo general, la supresión de las instituciones privativas que configuraban su autogobierno.

El deslizamiento de las monarquías hacia pautas absolutistas tuvo diferentes cronologías, en unos casos más tempranas que en otros, siendo incluso casi difícil de detectar allí donde el desarrollo institucional y el aparato discursivo era menor. De cualquier forma, debe quedar claro que la soberanía de un monarca o de una dinastía sobre un territorio no debe interpretarse como la soberanía que sobre ese territorio tenía la población del mismo. Incluso allí donde la representación del reino tenía mayor presencia (bien a través de Cortes estamentales como en Navarra o los territorios de la Corona de Aragón, bien exclusivamente a través de representantes municipales como en Álava, Guipúzcoa o Vizcaya), aquélla no dejaba de tener graves deficiencias que lastraban el funcionamiento de un sistema, en definitiva, de Antiguo Régimen y en el que los sectores más representados eran los de las élites nobiliar y eclesiástica.

En el caso de Navarra, al igual que en todas partes y tanto antes como después de la conquista, la voluntad regia detentaba siempre la última palabra. Ahora bien, en el caso específico de la monarquía absoluta española de los Austrias y de los Borbones, algunos de los territorios dominados por aquella dinastía (como Navarra y las Provincias Vascongadas) consiguieron mantener sus instituciones, mientras que otros no. Los territorios de la Corona de Aragón vieron eliminado su autogobierno con los Decretos de Nueva Planta, tras la guerra de Sucesión, por su apoyo al aspirante austracista al trono español a principios del siglo XVIII. Además, con anterioridad al inicio de dicho conflicto bélico, los Habsburgo siempre tuvieron mayores reticencias, comparativamente hablando, hacia dichos territorios que hacia Navarra, tal y como prueba el mucho menor número de reuniones de Cortes en aquéllos, a lo que ya me referí en otro artículo, y a que no hubiera que esperar al año 1700 para que dejaran de ser convocadas: no hubo más reuniones de Cortes en Cataluña a partir de 1632, ni en Valencia desde 1645, ni en Aragón desde 1683.

Puede pensarse que las instituciones navarras pudieron seguir existiendo por la inexistencia de rebeliones y revueltas en Navarra tras 1530 a lo largo del periodo que rigió el sistema absoluto. Hemos de recordar que muchos territorios englobados en el Imperio español protagonizaron en los siglos XVI, XVII y XVIII sublevaciones abiertas contra la monarquía española. A la larga lucha independentista de los Países Bajos durante la segunda mitad del quinientos y la primera del seiscientos, hay que añadir la revuelta de Aragón de 1591-1592; las de Cataluña, Portugal, Sicilia y Nápoles en la década de los cuarenta del siglo XVII; y el ya referido apoyo de los territorios de la corona de Aragón al archiduque austríaco en la Guerra de Sucesión. También hubo complots en los años cuarenta del seiscientos en Aragón y en Andalucía.

Por lo que se conoce hasta ahora, desde mediados del siglo XVI los episodios de mayor entidad de los que tenemos noticias en Navarra no sobrepasaron el umbral de la conspiración. De todo el periodo, el suceso de mayor enjundia fue la detención y muerte en prisión en circunstancias poco claras de D. Miguel de Iturbide, ex diputado del reino, en diciembre de 1648, en una coyuntura en el que la Monarquía española se encontraba en trance de desintegración con movimientos secesionistas como los referidos anteriormente.

Dicho de eso, a pesar de todo, sigo creyendo que los esfuerzos de las Cortes y de la Diputación, así como en el plano del discurso suministrado por historiadores y juristas, también fueron otro ingrediente positivo para la preservación del autogobierno navarro dentro del marco en el que se inscribía. En diversas ocasiones las pretensiones de los virreyes fueron frenadas por las instituciones navarras. Las Cortes navarras de 1780-1781, por ejemplo, fueron una muestra clara de que el legislativo navarro funcionaba con un grado de autonomía mucho mayor del que hubiera gustado a la monarquía, algo ratificado en un informe secreto posterior sobre las mismas hecho por el virrey, el obispo y el regente del Consejo Real a petición de la Real Cámara de Castilla.

La dinastía de los Albret, emparentada con los Borbones, tampoco se libró de la deriva absolutista. Tras la entronización en 1594 como monarca francés como Enrique IV de Enrique III de Navarra (que regía en los dominios de aquella dinastía desde 1572, hijo de Juana de Albret y de Antonio de Borbón y que llegó al trono galo por una serie de fallecimientos sucesivos de sus cuñados Carlos IX y Enrique III de Francia), el sistema absolutista, tras el final de las guerras de religión, se afianzará, perdiendo protagonismo los Estados Generales franceses hasta el punto de dejar de ser convocados poco después de su muerte. Un tataranieto suyo, Felipe V de España (nieto, a su vez, de Luis XIV, el Rey Sol, la cima del absolutismo), eliminará del todo, como ya se ha dicho, las constituciones privativas de los tres territorios de la Corona de Aragón. También los Estados Generales de la Baja Navarra, una de las posesiones sobre las que reinarán los Albret después de ser desposeídos de la Alta Navarra, perderán atribuciones. De hecho, los Tres Estados bajonavarros se dirigirán a los altonavarros a finales del siglo XVII y a mediados del XVIII preguntando por cuestiones competenciales y procedimentales que aquéllos añoraban y que éstos todavía mantenían.

domingo, 3 de junio de 2012

SOBRE LA TERRITORIALIDAD DEL REINO DE NAVARRA


Suele ser una práctica habitual de los esencialismos identitarios anclar las identidades a los territorios con el fin de llevarlas al ámbito de lo prepolítico y cosificarlas geográficamente, olvidando que los mecanismos identitarios dependen de la percepción que de sí tiene una determinada población a lo largo del tiempo y que puede no ser estable ni inmutable. Es más correcto hablar de la identidad, o de las identidades en caso de sociedades plurales, de los habitantes o de los ciudadanos. Un territorio no posee identidad ni identidades de por sí sino en la medida en que se la proporcionan sus habitantes en el curso del tiempo mediante procesos de reformulación en los que operan mecanismos culturales.

En la actual confrontación interpretativa sobre 1512, el actual pannavarrismo soberanista y vasquista habla de un reino de Navarra identificado con la versión coyuntural del mismo en la que alcanzó sus mayores dimensiones geográficas y en la que se expandía, además de sobre otros territorios, sobre los territorios de la actual Comunidad Autónoma Vasca. De esa constatación colige no sólo que dicha entidad política supuso en aquel momento la traducción políticoinstitucional de Euskal Herria, al reunir y representar los territorios históricos vascos, sino que el reino navarro, que debe ser identificado precisamente con el de aquellos momentos y no con otras versiones anteriores o posteriores del mismo, debería haber seguido siendo expresión de la territorialidad vasca, incluso hasta al presente, de no haber mediado las amputaciones llevadas a cabo por Castilla en 1175-1200 y que llevaron a Álava, Guipúzcoa y Vizcaya a la órbita castellana.

En el caso de UPN se constata una voluntad explícita de recreación del imaginario navarro por la que las fronteras actuales de Navarra son las que correspondieron con las del antiguo Reino, obviando que éste tuvo límites cambiantes, no sólo en relación con territorios actualmente no navarros, sino incluso con zonas que se tienden a considerar como navarras desde siempre, aún cuando algunas de éstas se incorporaran a la entidad política navarra con posterioridad a que lo hicieran otras hoy en día situadas allende nuestras fronteras. A ese proceso de cosificación responden los carteles de bienvenida que el conductor encuentra al entrar en territorio navarro. Al mismo discurso obedece también la tendencia de presentar como más navarras a aquellas comarcas en las que los postulados navarristas en su vertiente upenista están electoralmente más afianzados. También es preciso mencionar que la insistencia de UPN de presentar a la actual comunidad foral como heredera del antiguo reino engarza con su empeño de diferenciación en cuanto al rango de nuestro status políticoinstitucional, superior al de las demás comunidades autónomas del estado por ser el de éstas producto de una concesión del Estado.

Acerca de esa estrategia de UPN es bien elocuente una anécdota de la que el firmante de estas líneas fue protagonista. Hace diez años, en septiembre de 2002, en la rueda de prensa de presentación de la Historia del navarrismo de la que fuí coautor, junto con Ángel García-Sanz Marcotegui e Iñaki Iriarte López, mencioné, al responder a un periodista, que las manipulaciones presentistas tenían origen múltiple y cité en relación con ello el error en el que había incurrido Miguel Sanz, entonces Presidente del Gobierno de Navarra, al afirmar, en respuesta a la erección de una estatua en honor a Sancho el Mayor en Hondarribia por Udalbiltza, que el gobierno que presidía enmendaría aquella acción tributando un homenaje al mencionado monarca altomedieval en Tudela, el lugar que, según él, le correspondía. Como cualquier lector avisado advertirá, Miguel Sanz, imbuído de la convicción de que Navarra ha tenido unas fronteras inmutables, se confundió de Sancho: Sancho el Mayor nunca reinó en Tudela; sí que lo hizo Sancho el Fuerte que, además, hizo de la capital ribera su ciudad preferida. La prensa de entonces se hizo cargo del asunto, en el caso del Diario de Noticias incluyendo mapas aclaratorios.

El empeño de imaginar Navarra como continuum territorial a lo largo del tiempo se estrella ante la evidencia de las discontinuidades históricas hasta la Baja Edad Media. La Navarra primitiva o Vieja Navarra, que sería el soporte inicial de la primera entidad política propiamente dicha con la que se suele identificar el concepto geográfico que estamos analizando (es decir, el pequeño reino de Pamplona, surgido a mediados del siglo IX de manos del linaje de los Arista, después de toda una centuria en la que las élites locales estuvieron sometidas a la vigilancia musulmana y franca) tuvo contornos mucho menores que los límites de la actual Comunidad Foral. En principio, según la Crónica del Príncipe de Viana, dicho reino parece haber limitado inicialmente su jurisdicción a algunos valles centrales del actual territorio navarro (en concreto, los valles de Goñi, Guesálaz, Yerri, Allín, Amescoas, Lana, Ega, Berrueza y las tierras alavesas de Campezo). Con todo, ya en el primer cuarto del siglo X, la monarquía pamplonesa con Sancho Garcés I señoreaba también sobre espacios del este de Navarra (la zona de Sangüesa), la Ribera Alta de Navarra, sobre la Rioja y sobre la Jacetania aragonesa.

Hasta principios del siglo XII no culminaría el paulatino y gradual proceso de reconquista, demorado durante varios siglos, ajustándose por el sur, con la anexión de la Ribera tudelana, los contornos de la entidad política navarra del momento a la realidad espacial que tradicionalmente, desde entonces, se ha conocido como Navarra. No obstante, aún entonces, e incluso un poco más tarde más tarde, el concepto de Navarra haría referencia a la Navarra primitiva de la que hemos hablado hasta el punto de que en 1237 la ciudad de Tudela consideraba a Navarra como país distinto al suyo. Sólo a lo largo de los siglos XIII y XIV se consolidaría aquel concepto como referente aproximado de lo que hoy conocemos como Navarra.

Además, durante los siglos IX a XII el Reino de Pamplona estuvo presente en amplias zonas del Alto Aragón, así como en la Rioja y en las actuales provincias Vascongadas. Durante el reinado de García Sánchez I (925-970) el Reino de Pamplona se apoderará de gran parte de Álava, arrebatándosela al conde castellano Fernán González. Con Sancho el Mayor (1004-1035) la monarquía pamplonesa reina sobre Guipúzcoa, Vizcaya y Álava, la Rioja y sobre todo el Alto Aragón, así como en zonas de Castilla. Esos mismos territorios fueron los dominados por García IV el de Nájera (1035-1054), con la excepción de los altoaragoneses y algunos de Castilla. El empuje castellano durante el reinado de Sancho el de Peñalén (1054-1076) supuso una primera pérdida de los territorios vascos occidentales, que posteriormente fueron reintegrados en 1127 bajo el reinado de Alfonso el Batallador con quien finalizó una etapa en la que Navarra estuvo unida a Aragón y que comenzó con Sancho Ramírez en 1076. 

Con Sancho el Sabio (1150-1194), con quien termina el Reino de Pamplona por acuñarse con carácter definitivo la expresión Reino de Navarra, y con Sancho el Fuerte (1194-1234) las conquistas castellanas amputarán poco a poco la presencia navarra en el oeste: así, se perderá La Rioja en 1163, la Bureba en 1167, Vizcaya en 1175 y Álava y Guipúzcoa en 1200. De esta forma, desde el reinado de Sancho el Fuerte hasta mediados del siglo XV, el Reino de Navarra estaba formado por nuestra actual comunidad más la extensión de Laguardia por el oeste, así como algunas zonas del País Vasco Francés cedidas por Inglaterra a causa de vínculos familiares y los territorios sueltos dispersados por territorio francés que eran patrimonio dinástico de los diferentes reyes navarros durante la Baja Edad Media, por el norte.



En 1461 la comarca alavesa de Laguardia, en el poniente, quedaría incorporada a Castilla y dos años más tarde, en 1463, los Arcos y su Partido (es decir, los municipios de Sansol, Torres del Río, El Busto y Armañanzas) pasarían a formar parte del reino castellano en virtud de un acuerdo firmado por Juan II de Navarra y Enrique IV de Castilla, no reintegrándose a Navarra hasta 1753.

Dejando de lado los territorios sueltos dispersados por territorio francés que eran patrimonio dinástico de los diferentes reyes navarros durante la Baja Edad Media, por el norte, las fronteras de Navarra sufrirían una merma considerable en virtud del abandono de la Baja Navarra o Merindad de Ultrapuertos por parte de las tropas castellanas en 1530 a causa de las complicaciones que representaba su defensa más allá de la cordillera pirenaica. Ese territorio siguió en manos de la Casa de Albret, la dinastía reinante en Navarra en 1512, momento de la conquista castellana, hasta su posterior integración unos decenios más tarde en la monarquía francesa. Desde 1530 las fronteras de Navarra registraron pocos cambios.

Por lo tanto, durante la Edad Media el reino de Navarra, originalmente de Pamplona hasta el siglo XII, constituyó una entidad política independiente que dominó sobre territorios que fueron variando en el curso del tiempo y que no se correspondieron en determinados momentos solamente con los que menciona el pannavarrismo soberanista y vasquista de hoy en día. El único período en el que Navarra convivió en una misma entidad política con las provincias vascongadas que actualmente conforman la Comunidad Autónoma Vasca fue durante los siglos X, XI y XII. Asimismo, el reino de Navarra estuvo muy unido al Alto Aragón, cubriendo la Jacetania desde el primer tercio del siglo X y Sobrarbe y Ribagorza desde mediados del XI. Ambas zonas serían navarras hasta principios del siglo XII. Tampoco hay que olvidar que la monarquía navarra y la aragonesa estarían unidas en el último cuarto del siglo XI y el primero del XII. Como un eco de ello, los cronistas y autores aragoneses de la Edad Moderna considerarán a Navarra “parte esencial y miembro irrenunciable” de la Corona de Aragón, llegándolo a plasmar en un mapa encargado por la Diputación aragonesa en 1610. Por su parte, la actual La Rioja fue parte de la monarquía pamplonesa desde principios del siglo X hasta 1163, fecha en que fue conquistada irreversiblemente por Castilla. La Rioja llegó a ser epicentro de la monarquía pamplonesa puesto que Nájera fue corte de la misma en el siglo XI, conservándose hoy en día restos de reyes navarros allí.